JUAN PRECIADO
"Vine a Comala porque me dijeron
que acá vivía mi padre…".
Pedro Páramo. Juan Rulfo.
Leer a Pedro Páramo es como repasar en la mente la conversación íntima con un amigo, asombra la delicadeza con la que usó las palabras, lo asertivo y sabio que fue en lo que dijo e incómodo cuando rozó una verdad que no se soporta. Lo leí durante un viaje a Texas, un lugar donde el alma mexicana se siente de forma intensa, con la esperanza de que ayudara a entender lo que estaba viendo. Por eso, este escrito es una colección de imágenes de lo que viví, cruzada por un libro que convirtió en Comala el lugar que visitaba y en Juan Preciado a los que mueren buscando un mejor destino en tierras hostiles.
No es mucho lo que un colombiano común y corriente conoce sobre la historia y la cultura de México, así desde pequeño haya sido influido con música, películas, comedias, telenovelas y cómics producidos allá.
De niño creía que los hombres mexicanos lucían como Vicente Fernández, cuando la realidad se acerca más a los personajes de Héctor Suárez. Era una época en que resonaba en mí el grito de Yolanda del Río cuando decía en la radio, “Yo también soy la hija de nadie”. La condición de millones en esas tierras.
Estando muy joven, aprendía mientras recibía cantaleta por ver mucha televisión, entretenido con un joven hablantinoso que hipnotizaba a todos con su aire despistado que al final resultaba estar en lo cierto: “¿Cómo dice que me dijo que dijo?”. Luego el tiempo se iba con un muchacho noble que vivía en un barril en el patio de una vecindad. Mucho después supe que esas imágenes contenían otros aspectos: una estética colorida y chistosa que hablaba sobre cosas oscuras y serias.
Hubo un tiempo de viajes a varias ciudades y reuniones con amigos con experiencias memorables. Sin embargo, Rulfo aparece con su poesía mostrando la frialdad del poder abusador, la vacilación de quienes tienen la capacidad de oponerse y la voz débil del que ha sufrido y se ha perdido. De repente, Comala es el lugar más importante que he visitado en México, con una historia parecida a las que se encuentran en los pueblos de Colombia, contada también por manos admirables. Rulfo genera una magia especial que hace que pueda sentir intensamente el campo, unas veces con un mar colorido de espigas de maíz listo para la cosecha, otras con el polvo del camino que tapona los pulmones, el calor que sofoca, las lluvias torrenciales, la maleza que crece y devora las pequeñas cruces de un cementerio descuidado del que se desprenden susurros.
Por los días que leía el libro, conocí al esposo de una amiga. El hombre, retorcido, tenía una cicatriz en el brazo que llegaba a la mano, de tal dimensión que por poco lo había perdido. Vi, también, el ojo lagrimoso, perdido, del compañero de otra. Me puse atento con los rostros de quienes me rodeaban y me di cuenta de la cara triste, de la mirada perdida, con gesto de rabia y frustración. Comprendí que sufrían el efecto de trabajar sin descanso doble turno durante varios años. Vi a muchos hombres y mujeres que dejan pedazos de sus cuerpos en las ciudades del norte, ahogando sus gritos de dolor con un cheque semanal. Sus cuerpos se van agotando hasta convertirse en trastos inútiles. Sus espíritus se desvanecen en medio de un grito terrorífico de auxilio que no conmueve a nadie.
Como a Juan Preciado le pasaba, vi pasar a mucha gente, no sé si viva o muerta, o si muerta en vida. Hombres sin alma que hundían las manos en una tierra que los rechazaba. El detestable Pedro se me hacía palpable, eran los latinos que se sirven en la mesa a sus compatriotas, como en los ritos antiguos en los que se apaciguaba a dioses con corazones chorreantes. Personas que alimentan la fantasía de pertenecer al norte, participando del rechazo de los otros.
Juan Preciado corrió con buena suerte cuando no encontró a su padre. Morir entre desvaríos es preferible a obtener un encuentro helado con un hombre inmoral, peligroso y torturado por su ego. Juan necesitaba entrar en contacto, tocar, oler, el origen. El sonido de la voz del padre confirma al hijo; lo impulsa en el proceso azaroso de conocerse a sí mismo; lo prepara mejor para su fin. Pero en este caso no fue así, el fin le llegó sin alivios.
Mientras leía, jugaba también con los personajes de la novela. De hecho, vi al hombre cruel varias veces: era de estatura mediana, piel tostada por el sol, sombrero de ala ancha y recta. Recuerdo una camisa de lino de un tono verde pastel, abotonada en las mangas y hasta el cuello. Un acento del norte se dejaba escuchar en el saludo en el que mezclaba una que otra palabra pintoresca. Tenía una imagen amable; sin embargo, no podía dejar de preguntarme, cuántos hombres había matado, cuántas mujeres había humillado y cuántos hijos tenía que hoy marchaban en su búsqueda.
Mientras escribo, veo a Dorotea, una mujer que camina con dificultad. Es trigueña, bajita, su espalda mide varias veces su cadera y se recoge el pelo haciéndose una moña. Se me ocurre que respira con cuidado esperando que se le pase la punzada de un maltrato en el trabajo. O quizá es Susana, entonces es de las pocas que saben que los favores pedidos a la Providencia no llegarán; sabe que tiene derecho a que se le devuelva su dignidad y lleva en la cabeza la frase de Dolores: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.
La muerte del depredador no acaba con el sufrimiento de las presas. Las voces de ultratumba no dejan de sufrir. Cada vez que se abren las páginas del libro de Rulfo, destinan el tiempo infinito de la muerte en recrear lo triste que pasaron cuando estaban vivos. Al silencio que sigue luego de que Pedro muere, de que se termina la historia, queda la certeza de que, como todo el México viejo y nuevo es Comala, es probable que alguien enterrado cerca se anime a contar una historia. Es posible que quien lo haga sea Juan Preciado, o un joven huérfano, muerto prematuramente, y comparta su verdad: la insatisfacción con una vida tan desgraciada.
