PERDIDO




“…un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él…” 
Lucas 10.33.

Cuando estaba a punto de abandonar la estación de buses, se me acercó aquel hombre. Yo estaba frustrada por la pérdida de tiempo, remascando la rabia con la chica de la taquilla que no colaboró ni un poco, y luchando con una maleta que se oponía a pasar por la puerta. Era un día caluroso de verano, que en esa época ya se había vuelto insoportable en Austin. El hombre estaba tan empapado y demacrado que era evidente que la estaba pasando mal. Al hablarme, supe de dónde venía. También había perdido el bus que salía para Houston y, como yo, solo le quedaba la opción de viajar al día siguiente. “¿…conoce un hotel por acá cerca?” Esa misma pregunta se la había hecho a la mujer de la taquilla y no había obtenido nada. “¿Por qué me aborda a mí?” Pensé en lo más profundo. “¿Y si le doy hospedaje en mi casa?”. Creo que esa idea precipitada se me salió por la boca. Me devolví al salón. Yo tampoco conocía de hoteles en la zona, sin embargo, la mujer que llegaría más tarde a hacer el aseo del edificio, una vieja amiga, tenía carro y conocía los alrededores; le pedí al hombre que esperara un tantito mientras le preguntaba a ella, por el cel, si podría hacerle el ride a un hotel.

Resultó que mi amiga no vendría esa noche. El WiFi de la estación había sido desconectado justo cuando el hombre llegó, “…es como si el destino me quisiera desconectado”. Como el hombre no tenía una línea local, le presté el celular para una llamada. No le contestaron, entonces escribió un mensaje a los que lo esperaban en Houston. Le propuse ir al centro; en ese lugar esperaba que hubiera más opciones. Se le iluminó el rostro. Un impulso extraño me animaba a ayudarlo. Salimos con nuestras maletas rebeldes a tomar el transporte.

Venía de Colombia. Había caminado casi dos horas porque la ruta lo dejó a más de dos millas del Bus Plaza. “Me llamo Enrique”. ¡Qué acento! Era bien apuesto. No sabía nada de él y ya le había dicho mi edad, cuánto hacía que trabajaba indocumentada por estos lados, que vivía con mi nieta y que estábamos de pique esos días, que viajaba con frecuencia a Houston a descansar y que esperaba pronto irme a vivir definitivamente allá, le di una muestra del orgullo que siento por San Luis, y se divirtió con los detalles de cuando eché al viejo por encapricharse con una más joven.

Ya en el centro entramos a Chick-fil-A y me invitó a un sándwich. Sin darme cuenta, resultamos comiendo lo mejorcito de la ciudad por nueve dólares. A medida que el hombre tomaba la cocacola se le fue aflojando la lengua, el rostro se le puso menos tenso, se le desarrugó el espíritu. Estaba muy deshidratado, el pobre.

Había llegado ese mismo día desde Medellín. Eso me asustó un poco, pero algo me decía que él era de los buenos. Le recomendaron volar an Austin porque la diferencia en el costo del tiquete valía la pena. Venía resuelto a rehacer su vida aquí, a pesar de que en ese tiempo las condiciones para los nuevos estaban muy difíciles. Todos los días se escuchaban noticias terribles sobre la persecución a los de afuera. Su dolor de cabeza con las rutas de Austin comenzó cuando decidió tomar el bus que le recomendó un guía turístico en el aeropuerto. A pesar de eso, recordaba con agradecimiento a una chica mexicana en una tienda de cannabis; después de caminar varios bloques sin encontrar lo que buscaba, entró a la tienda para confirmar la ubicación de la estación; la chica buscó en su celular y le permitió que tomara fotos de lo que encontró. Ya en marcha de nuevo, cuando llegó a una zona donde no había andén, se dio cuenta de que la ruta sugerida en el mapa era para vehículos. Trató de evitar el río de carros, gigantesco y rápido, que pasaba sobre el río Colorado. No pudo; nadie le habló del viejo puente peatonal de Montópolis. En medio de un calor que lo ahogaba, cruzó la vía con su morral a la espalda y una maleta que saltaba sin control a la más mínima irregularidad del camino. También estaba agradecido con una chica en una tienda de cerámicas, creo que eso fue lo que dijo; le confirmó la ruta y lo invitó a un agua saborizada con limón de verdad. La forma como contaba Enrique sus cosas dejaba ver un alma triste. Mientras comíamos los sándwiches había logrado establecer contacto con sus amigos, que ordenaron un Uber para recogerlo. Acordamos que yo iría en el carro y compartiríamos gastos.

Mientras nos transportábamos, Enrique me contó lo que le había pasado una vez en Missouri luego de que volvía después de trotar en la mañana dando vueltas a una bella laguna: la casa donde vivía había desaparecido. Los intentos iniciales de llegar a ella no sirvieron de nada. Los árboles, las jardineras y los juegos infantiles se mezclaron en su mente, llevándolo por senderos desconocidos. La arquitectura del lugar no ayudaba: casas idénticas en forma y color, decoraciones mínimas y todo cerrado y en silencio extremo. No había gatos o perros que ayudaran con una pista. Después de dar vueltas por el conjunto sin resultado, se propuso dar con la casa por la nomenclatura. El lugar se le tornó un laberinto gigantesco en que los números daban saltos caprichosos. El número que buscaba apareció en otra casa; recordaba claramente que vivía en una segunda planta y el 808 aparecía cerca de la puerta de un primer piso. Era como si la casa cambiara de número y se ocultara cuando él pasaba cerca. Extenuado, se sentó en una banca. Al levantar la mirada, apareció de repente una señal conocida: un asador gris en un balcón. La casa se presentaba al frente suyo, burletera, en un sitio por el que había pasado decenas de veces. Entendí que era un hombre desubicado en su barrio, en la ciudad, en su vida.

Cuando llegamos a Houston, en medio de abrazos, fotografías y agradecimientos con sus amigos, sentía que ese hombre, por más apoyos que tuviera, no encontraría jamás su camino. Me pareció alguien desprendido por el destino, condenado al olvido. Uno cree que todos sentimos pertenecer a un todo más grande, pero no es así. Hay quienes nunca han hecho parte de algo en su vida; su ombligo no les significa nada.

Nos despedimos como amigos de toda la vida. Me agradeció mucho el apoyo. Me gustó bastante compartir con él las horas de aquella tarde calurosa. Se veía feliz de estar cerca de sus amigos.

Puede ser que el nombre que digo no sea el suyo. Con estos años, es normal que lo haya olvidado. Tampoco importa si esto que cuento no le corresponde todo a él. Igual, desde que vi a Enrique la primera vez, supe que estaba perdido.

Entradas populares de este blog

ELEGANCIA

LA MANO QUE CURA