ELEGANCIA





   Cuando vi a la mujer, morena, altísima, montada en sus tacones negros, no pude evitar admirarla. Fue un momento fugaz en el que se me quedó grabada su figura. Lucía un vestido blanco, de sastre, con un corte corto, perfectamente peinado con gel hacia un lado. Yo estaba en la caja, pendiente de los clientes que a aquella hora de la tarde eran escasos en el supermercado. La mujer llevaba, con estilo, un pequeño bolso en su brazo que desprendía unos visos perlados. Sus manos terminaban en unas uñas largas, sin exageraciones, esmaltadas al estilo francés. Miraba la sección de frutas y verduras, levantando la cabeza, con el ademán del que busca algo que no encuentra. Me dio la impresión de que estaba de compras antes de ir a una reunión importante. Yo seguía en mi trabajo y de vez en cuando daba vuelta a mirar dónde estaba. Necesitaba observar aquella belleza extraordinaria que se había presentado en mi trabajo.

   «¡Wellcome, Sir!», un hombre moreno entró a la tienda sin responder el saludo. Era de un tipo poco común en el sur de Houston. Allí la informalidad es de un nivel chocante, sobre todo para alguien que, como yo, viene de Medellín. Las personas llegan a hacer sus compras en ropa de trabajo, incluso con las botas que arruinan con marcas de lodo la limpieza del local, o con atuendo deportivo o una casualidad relajada al extremo. Este señor callado, cuarentón, calvo, llevaba una camisa blanca recién planchada, rematada en el cuello con un hermoso corbatín negro con delicados puntos blancos. Me llamaron la atención sus cargaderas obscuras atadas a su pantalón con unas pinzas plateadas muy brillantes. Sus zapatos negros, bien lustrados, completaban un conjunto armonioso. No lo seguí con la mirada, ocupado, como estaba, en atender a una señora que me ponía en la mesa unos nopales para registrar.

    «Gracias por su compra», le dije a la mujer luego de superar sin lesiones la venta. La punzada de nopal tiene la particularidad de hacerse notar por más de una semana. Alguna vez que me ocurrió, tuve la preocupación de que se convirtiera en una lesión permanente, como uno de esos dolorosos callos punzantes. Pero no, la molestia de la lesión se fue agotando lentamente hasta que se perdió. Es increíble el apetito que los mexicanos tienen por esa hoja tan agresiva. El fruto, la tuna, también les parece sabroso, pero es más amable. Esa planta sabe bien lo que le conviene: que el fruto sea atacado, ayuda a que la especie permanezca, pero, como el cuerpo está hecho de carnosidades sabrosas, la planta se viste con espinas ponzoñosas para mantener a sus depredadores a distancia. El nopal es un ser que ha hecho de la apariencia su fundamento para sobrevivir

   El cuidado en manipular las hojas peligrosas hizo que perdiera de vista la pareja elegante que estaba visitando la tienda. Sin darme cuenta de que se aproximaban, de repente, estaban en frente mío. La mujer era más bella de lo que había visto desde mi puesto. Puso en la banda varias bolsas con verduras. Suelo entretenerme imaginando lo que vendrá con los clientes después de sus compras. Hay familias enteras, numerosas, que se hacen un asado el sábado en la tarde; lo declaran las bolsas de carbón, cantidades abundantes de fajitas, tortillas, tantas como si se estuvieran agotando, chuletas de cerdo, elotes, chiles serranos que serán toreados, botanas de varios tipos, cocacolas y varias cajas de cerveza. Para inferir lo que vendrá, no importan la cantidad y la variedad: una cerveza que compra un hombre tostado por el sol y manos callosas, me habla de una tarde a solas viendo un partido; quizá, también, haga una llamada a una vieja que está lejos. Los ajustes de despensa para la semana, los productos para la lonchera de los niños, la torta de fiesta y los helados son más elocuentes. Pero cuando empecé a pasar por la báscula las cosas que la mujer trajo a la caja, nada se me ocurría. ¿Qué hace uno con un único chile serrano, con una cebolla tan pequeña, un tomate, un limón? Una fruta hubiera sugerido más cosas, pero no había del tipo que se disfruta sin una preparación. Me percaté de una situación curiosa que pasaba con el olor en aquella reunión en la caja: no había ninguno; si me afinaba podría percibir el de los productos que estaban en la banda. No era normal que estas personas no despidieran un olor especial, acorde con su figura; como si fueran solo imágenes, no tenían aura.

    El total de lo pedido sumó cerca de doce dólares. Estoy acostumbrado a que el momento de pagar sea incómodo para algunas personas, sin embargo, me sorprendió que lo fuera para aquella pareja: la mujer miró a los ojos del hombre de una forma que le penetró el córtex frontal durante un segundo; éste entendió que debía hacerse cargo de la cuenta y sacó de su cartera doce billetes de un dólar, contados uno a uno, con cuidado, y me los pasó con desgano. Miré la frente del hombre buscando la caída de una gota de sudor, pero, al parecer, tenía buen control de su incomodidad. En ningún momento escuché una palabra, un comentario. Todo se dio dentro del protocolo conocido, en el que solo se escucha el sonido de la caja y el leve tintineo de las monedas de cambio. La mujer tomó la bolsa con las cosas y se fueron ambos a su reunión importante. Cuando la puerta se cerró, me pregunté, quién sería lastimado esa noche.

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