INMUTABLE



Cuando era muy pequeño me sentaba en una roca, ubicada en la entrada de la casa, a esperar la llegada de mi madre. Quince años después, pasaba la tarde sobre ella, hasta que la luz rojiza se hacía tenue y dejaba ver las primeras estrellas; eran horas largas en las que trataba de entender qué sería de mi vida. Ahora, luego de más de cincuenta años, me levanto temprano, camino a la puerta con una taza de café en la mano, salgo y sorprendo a un rayo de luz acariciando la piedra. Siento celos, un reproche íntimo por nunca haberme dado cuenta. Tratando de llamar la atención, digo: «¡Buenos días, Roca!».

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