HISTORIA SECRETA DE COSTAGUANA



   “En una senda de mil sueños, buscamos la realidad”
Yuval Noah Harari

   
   Los libros dejan huella de muchas formas, como las carcajadas que surgen al recordar al Quijote colgado por fuera de una posada, cuando una muchacha ocurrente lo engaña y le ata una mano, dejándolo varado toda la madrugada, parado, apenas, en el inestable lomo de su caballo; el asombro infinito de Eleanor Arroway cuando el ser antiguo, gentil y poderoso que la transporta, en menos de un segundo, al centro de la galaxia le dice que todo lo maravilloso que le ha mostrado existía desde antes de él. 

   En estos días, mi lista de lo memorable creció con un libro más. Una fantasía que abre los ojos, revisa la historia y marca un punto de contraste tan claro en el tiempo que te deja preocupado sobre la realidad actual. El libro de Juan Gabriel Vázquez ofrece con humor una historia que marca el alma con vergüenza y despecho. Lleva al lector a la Panamá de hace ciento cincuenta años y lo baña con lluvias torrenciales, como las que se pueden ver en las selvas del Chocó, lo mata de fiebre, diarrea, escalofrío, mete su cuerpo en un barril con hielo, lo envía por barco a Buenaventura y en lomo de mula a Bogotá, lo disecta en un salón de clase, le corta una mano para el recuerdo y le muestra el fruto amargo que sale de la mezcla de ignorancia con abundante soberbia. 

   Revisando material sobre Nostromo, la novela de Conrad, encontré un documento que hablaba, además, de Historia Secreta de Costaguana de una forma que me convenció de conocerla. El azar hizo que en menos de dos meses leyera dos obras de Gabriel y, por lo obtenido hasta ahora, preveo que vendrán más. 

   En su novela, Gabriel nos ubica a mediados del siglo XIX en una Colombia que lucha por imponer y estabilizar un modelo de gobierno. Los conservadores, intransigentes, temerosos del intercambio, rechazan con ferocidad la ideología liberal, que encuentran, con alguna razón, temeraria, permisiva y desordenada. En el libro, esas luchas sangrientas y costosas se mezclan con reuniones en las que abunda la chicha, y, dado que es reciente la muerte del libertador, se hacen coplas divertidas sobre la intimidad con Manuela. 

   No deja de ser curioso, pero no casual, que haya sido un gobierno conservador el que, en los ochenta del siglo pasado, le haya reducido importancia a la asignatura de historia en la educación; diez años después, un liberal confirmó la medida; una responsabilidad compartida. Dos generaciones después, la población tiene la oportunidad de llenar los vacíos de historia con sus memes preferidos. Como el colombiano no conoce de la estupidez de sus antepasados, puede sacar pecho creyendo que son los primeros en embarrarla hasta el fondo. Las consignas de derecha e izquierda del siglo XXI tienen el mismo sabor venenoso de las luchas del siglo XIX que Gabriel muestra en el libro; Siglo y medio después, esta tierra produce caudillos que a la vez que encomiendan la patria a la Virgen de Chiquinquirá, aludiendo a un régimen constitucional desaparecido hace treinta años, masacran a campesinos atrapados en la espiral de miseria; otros, que cabalgan en la esperanza de menores desigualdades e ideas grandilocuentes, trinan frases incendiarias esperando que por sí solos se levanten los hospitales y colegios, se pavimenten las carreteras, se multipliquen los cultivos y las inversiones industriales, y los bandidos dejen sus armas para capacitarse sobre nuevos emprendimientos. 

   En el relato de Gabriel se encuentran tres historias. La de un hombre de Honda que viaja a Colón, y en su labor de periodista toma en sus manos el impulso del progreso en la región; un hijo desconocido llega en su búsqueda, sin desear el mismo destino, y sin proponérselo, lo releva en su trabajo. El libro también cuenta la biografía de Joseph Conrad; un hombre apurado económicamente que encuentra en el istmo colombiano la gran historia que necesita para desatorar su novela. Y la historia de Panamá, una región con aproximaciones contradictorias, la más prometedora y rica de la nación, pero a donde se enviaba a los indeseables al ostracismo; Panamá resulta ser la ubicación más atractiva para el proyecto de unir dos océanos, condición que la separa de Colombia. La trenza es tratada con humor, con un tono, un truco, que imprime credibilidad, pues se trata, a veces, de la carta de un padre a su hija, y otras, de una denuncia abierta sobre la manipulación y omisiones sensibles que Conrad hizo con lo que le fue contado.  La metaficción nos sobresalta a cada tramo, o divierte con ocurrencias que van desde periplos imposibles, ridiculeces literarias y trapos que se convierten en símbolos nacionales. Puede ser que me sobreactúo en la caza de detalles literarios, pero a veces tiene uno la sensación de que el autor está sufriendo con la continuidad de lo que escribe, y es paradójico, puesto que la novela trata, también, de la falta de ideas que sufría Conrad cuando estaba en el proceso de Nostromo. Me llamó la atención el uso frecuente de palabras compuestas, algo como germánico, que posiblemente empezaré a usar más en mis proyectos literario-ensayísticos. 

   Hay un aire cosmopolita en el relato que atenúa, innecesariamente, la presencia de los habitantes nativos de Panamá, excepto para contar de forma apurada la historia de un ahorcado. Si no fuera porque lo más importante ocurre en Colón, en donde el ambiente es un personaje que se cobra una vida en cada capítulo, podría decirse que los pobladores son secundarios. En Panamá pasan cosas muy importantes al margen de sí misma. Las páginas nos hablan del interior de Colombia, con sus líderes inmersos en su guerra de “mil ciento veintiocho días” y sus generales que parecen actores de comedia; de chinos que fueron a morir allá en la construcción del ferrocarril, de ingenieros franceses que llegaron con sus esposas e hijos, emprendiendo un proyecto gigante de la forma equivocada; de los generales norteamericanos, que se retratan bien: lacónicos, calculadores e increíblemente asertivos. 

   Aunque el autor declara que trabajando sobre la biografía de Conrad se le ocurrió la novela, queda la sensación de que lo relativo al escritor pudo obviarse, con efectos marginales sobre la historia. Es claro que esta historia de Gabriel quiere mostrarnos la verdad sobre la que se basó Nostromo, y por eso quiso el autor llevar en paralelo la biografía del escritor polaco y la evolución de los hechos en Panamá. Sin embargo, hay un efecto de collage, de elemento sintético en algunos pasajes, que sugieren que, aunque dos ideas estén conectadas, no necesariamente van en el mismo libro. 

   Quienes quieran conocer un poco de cómo un ingeniero francés, orgulloso por el éxito logrado en Suez, emprendió un proyecto basado en una inspección somera y lo gestionó a nueve mil kilómetros de distancia, —sin WhatsApp, sin Teams— se deleitarán. Encontrarán una pieza selecta de gerencia de proyectos, útil para que las generaciones futuras tengan claro lo que no se debe hacer. 

   El periodismo también tiene su parte en esta historia. El autor usa el concepto de refracción, quizá para que su protagonista tenga oportunidad de suavizar la práctica de su padre, maestro en la técnica de acomodar los hechos a la conveniencia de sus objetivos. Gabriel señala el uso del verbo en su máxima potencia, abriendo con pluma y papel el camino a través de montañas rebeldes. Me encantó la alusión al poder de la palabra. “En el principio era el verbo…” un concepto antiguo y sabio que llama la atención sobre un poder de dimensiones nucleares. El reconocimiento de que en la palabra está el origen, el soporte y el motor de nuestra vida. Algo que damos por hecho mientras nos alimentamos con ella, la metabolizamos y la arrojamos al ambiente. Con palabras, la herramienta que usó Yahvé para crear el universo, la que usó Truman para desaparecer dos ciudades, el ente que adopta formas múltiples y se transmite por diversos medios, que llega a nuestros sentidos como mito, confesión, mentira, verso, rumor, ruego, noticia, consejo, plegaria, sermón, dogma... con ese solo instrumento quiso el protagonista del relato unir dos océanos. Notable y heroico haberlo intentado. 

   Gabriel habla del centralismo de Colombia, la amenaza nicaragüense, odios partidistas, la humillación norteamericana, no parece que su novela tratara sobre temas de hace ciento cincuenta años. Sandra Borda alguna vez señaló nuestro parroquialismo en un libro que no me impactó mucho, pero que ahora recuerdo y le da más sentido a todo. Los norteamericanos aparecen en sus barcos poderosos, manipulando, estableciendo condiciones, aprovechando el desorden de la provincia y el corto alcance de la geopolítica que practica Bogotá —otra vez el déjà vu—. Con el desarrollo del oeste americano a toda marcha, hacía décadas que los norteamericanos se habían apropiado indirectamente del istmo. La zona había tenido varias tentativas de independencia y eran los gringos la fuerza en que Colombia se apoyaba para contener esas ambiciones. La decisión estratégica de Estados Unidos sobre el canal estaba esperando el momento oportuno, y como Colombia se comportaba insolente —el país no dimensionaba aún la importancia de su vecino del norte—, desde Washington activaron la panamectomía definitiva. Es amargo el humor con el que se presenta la ingenuidad de los generales colombianos encargados de neutralizar las ambiciones independentistas. Cuando aflora la carcajada que genera la historia, un asombro acude solicitando moderación, una certeza enfría el chiste: es que fue cierto. Gabriel enfoca las escenas difuminando los elementos secundarios del evento, llevando lo ocurrido sin distracciones, acomodando los cuadros en el lugar más luminoso, haciendo que se vea más nítida, más clara, más penosa e imperdonable, la estupidez. 

   He estado varias veces en Panamá, en su capital, con su centro imponente junto al Pacífico que contrasta con su periferia. Luego de este libro la siento cercana, como a una hermana muy querida que por problemas de familia se alejó para siempre. Las descripciones de Gabriel despejan nebulosas. Empaquetada en fantasía, regala una catarsis para un dolor vergonzoso. Lo ocurrido en ese lugar, en ese tiempo, tiene la dimensión de un pecado original. Hoy son otros los que disfrutan la riqueza producida por una de las obras más importantes del mundo. Duele Panamá, pequeña, maltratada, frágil, irrespetada, manipulada, como si su geografía delgada, irregular y su istmo, esa herida sangrante que la parte en dos, fuera una metáfora de su condición vulnerable por los siglos. Veo en las redes el rostro del presidente José Mulino. Aparece minimizando la amenaza que el imperio hace de retomar el canal. Su rostro serio muestra las líneas duras de un hombre impotente, que teme desaparecer en cualquier momento. Un rostro similar debieron tener aquellos gobernantes que, superados por la situación, ofrecieron convertir a Panamá en capital de Colombia. Eran gentes que no tenían olfato ni para humillarse ante una tierra a la que antes despreciaban. 

   Celebro que haya libros así, que dejan en el lector un trauma divertido, y a mí con esta mezcla indivisible entre admiración literaria y preocupación política. Un libro con una escritura cercana, a veces como experimentando formas, con hombres y mujeres inolvidables, con imágenes punzantes que se extienden desde el pasado, revelando, denunciando, situaciones actuales inauditas, como si la evolución, —¿el progreso?, el concepto que excusa mil males— hubiera pasado de largo por estas tierras. 

   Gracias, Gabriel, por tu libro.

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