VOLVIENDO AL COLEGIO



Apreciada Mary.

Espero que tus cosas estén bien.

Me alegró mucho saludarte cuando nos cruzamos estos días en el colegio donde trabajas, y estudia mi sobrina. Me quedé mirándote mientras te ibas, luego de que nos abrazamos con la intensidad que surgía de un largo tiempo sin vernos. Pensé en lo precioso que es el chispazo de encontrarse con una vieja amiga; lo afortunados que somos al tener este lazo en tiempos en que las soledades congelan las almas; en que la desesperanza nos cubre con un manto de luces de colores, sucesos vertiginosos y ruido, muchísimo ruido.

Hacía muchos años que no iba a un colegio, y menos, como fui esa tarde, en la que se celebraba la antioqueñidad. Parado en un borde del patio central, observé la actividad cultural y los pequeños negocios en los que los chicos le daban energía a sus ideas. Fui con mi madre. Nos refrescamos con sodas micheladas que compramos a varias manos que se afanaban, inexpertas, por servirnos. Pude ver a una pareja que hizo una representación musical demostrando que no es necesario ir juntos en el ritmo, el estilo y las capacidades interpretativas; también vi aprendices de trovadores con unas rimas desajustadas, pero con una picardía que prometía Grammys futuros; vi, también, lo habitual: decenas princesas, con sus cabellos largos, carita de muñecas y miradas perdidas en sus celulares. En los profesores, observé la fauna típica: algunos relajados, hablando divertidamente con sus alumnos; los pavos que generan estragos en las parejas de sus compañeros; y los motores del evento: mujeres y hombres que coordinaban enviando jóvenes mensajeros a las cuatro esquinas del patio.

Mary, sin darme cuenta, empecé a buscar con la mirada a Estella. Una mujer severa que fue la rectora del desaparecido colegio Bolívar, cuando estuve en once. Ese pequeño colegio donde trabajas me transportó al mío. Desde el lugar donde estaba con mi madre en el patio, recordé el día en que todo el tiempo cupo en unos minutos. Eran las diez de la mañana de un viernes de marzo de mil novecientos ochenta y siete. Mi madre había llegado temprano para la cita en la rectoría. Yo podía verla desde la entrada, sentada en la recepción: bella, pequeña, muy joven y bien presentada. Ella me avistó, y bajó rápidamente los ojos para que, quizás, no percibiera la decepción que se había vuelto tan frecuente en los últimos meses; tampoco ella vio el grito de auxilio que tenía mi mirada. Entré callado y me senté a su lado en un sofá que parecía tragarnos. Unos minutos después, apareció Estella en la puerta de la oficina, saludando, amable, y haciéndonos pasar.

Cuando me ves con mi madre ahora, no puedes adivinar la tensión que vivíamos en esos tiempos. Nos odiábamos. Éramos dos seres dominantes que siempre terminábamos en tablas, dispuestos a hacer lo que fuera necesario para demostrarle al otro quién era el que mandaba, siempre desafiando la línea delgada del rompimiento definitivo. La vida me descubría posibilidades que intimidaban a mi madre. Era normal que no compartiera su forma de lo conveniente para mí. Y ella se llenaba de terror y de rabia con mi rebeldía. Nunca pudo lograr que llegara antes de las nueve de la noche a la casa, aunque cada llegada después de esa hora fuera una batalla campal. Para que entiendas un poco de lo que pasaba, las circunstancias me habían puesto en los años finales del bachillerato en un colegio en el centro de Medellín.

—Marcela, —dijo, esa vez, Estella a la secretaria que golpeaba fuerte una máquina de escribir —informa al profesor Gerardo que estamos listos.

Mary, tampoco vi a mi profesor Gerardo en el colegio donde trabajas. Los profesores son ahora tan distintos. Son como una versión adulta de los jóvenes de hoy. Con una madurez incompleta en medio de situaciones cambiantes que demandan comprensiones y habilidades para las que nunca terminan de estar listos. Así estamos todos estos días. Gerardo, en cambio, era diferente. Lo adivinabas, una vez lo veías aparecer. Era un hombre de una época en que era fácil ser.

Yo escuchaba a Estela y a mi madre hablando sobre generalidades mientras daban tiempo a la llegada del profesor. Las voces de las mujeres se iban desvaneciendo mientras pensaba en cómo las cosas habían cambiado en ese tiempo: Estella había pasado de ser la profesora de religión y literatura, a la rectora del colegio, y lo que estaba pasando ese viernes en la rectoría, era la consecuencia directa de las intensas discusiones que tuvimos en las clases. Observaba con atención, y algo de burla, a la mujer madura que hablaba con mi madre, con su alopecia dignamente llevada y unos ojos que se esforzaban de más a través de unos lentes gruesos.

Mary, tampoco vi, en el patio del colegio en Santander, a Estella. Dirás que es normal que en esta época no encontremos a los personajes de los colegios de hace cuarenta años. Pero me temo que, aunque las diferencias de forma pueden ser muchas, en las de fondo no son tantas. Quizá si tuviera la oportunidad de estar más que una tarde en un colegio de Medellín, suficientemente grande, para que la probabilidad me favorezca, con el tiempo, encontraría a Guillermo y Estella.

—Gerardo, por favor, pase y siéntese. —Alzó la voz Estella cuando vio, ese viernes que te estoy contando, al profesor en la puerta.

—Bueno, ya estamos todos. Vamos al tema. Señora Lucelly, el profesor Gerardo me informa de un evento de irrespeto por parte de Jorge y la hemos citado para analizar la situación. Gerardo, ¿Puede describir qué pasó?

El profesor Gerardo era un hombre veterano. Recuerda Mary cómo ven los jóvenes antes de los veinte a los que tienen más de cincuenta. Iba vestido con un impecable estilo bogotano; así llamaba yo al que se vestía con traje y corbata. Realmente se veía tan bien, y sus maneras eran tan correctas que estaba fuera de lugar en aquel ambiente rudo. Era de esas personas que, sin importar que tanto lodo haya en el camino, siempre iba con los zapatos brillantes.

Recuerda Mary que, en esos años, la violencia en Medellín estaba en sus picos más altos. Creo que ahora, con el borrado que hace la memoria con los sucesos traumáticos, no entendemos las dimensiones de lo que vivimos, y a pesar de que lo pongamos en cifras. Siendo, aún, un territorio violento, hablamos de una época en que lo éramos diez veces más. Era la época de los que “no nacimos para semilla”; tenía compañeros de estudio que ganaban más que los profesores con los transportes de mercancías que hacían los fines de semana.

En ese ambiente estaba el profesor Guillermo. Recién llegado a la ciudad, no superaba el duelo por las relaciones que había dejado atrás, de forma que en las clases de matemáticas, se le iba el tiempo contando historias de su pasado. Mary, sabes que soy un hombre de historias, que siempre hago peripecias para enterarme de alguna, pero las semanas pasaban y los alumnos comentábamos la anomalía. Ninguno se atrevía a decir algo. Un día, levanté la mano y, delante de todos, le pregunté por qué no avanzaba en el tema. El hombre, apenado, pidió disculpas y dio la clase. El costo sobre aquella interpelación produjo, luego, lo de la rectoría.

—Gracias, Gerardo. —Dijo Estella devolviéndome a la realidad. Como en esta carta, en la que a la vez que te cuento una cosa, te hablo de otra. Mi mente se perdía de lo que se hablaba, o jugaba con las imágenes de lo que ocurría, convirtiéndolas en otras cosas. Espero, Mary, que resulte bien el sancocho de relato que te cuento.

Estela le contó a Lucelly su experiencia conmigo en las clases de religión. Yo no distinguía si estaba oyendo, recordando o soñando: Estella hablaba de mí como alguien al que nada lo satisface, al que es muy difícil instruir, que hace en los demás un liderazgo dañino y que es una persona obsesionada con mortificar a sus superiores. Yo hubiera preferido que hubiera hecho énfasis en las discusiones que revelaban algunas contradicciones entre lo que decía y lo que pasaba en la realidad. Era una época en que, cosa no muy normal, además de los textos de clase, yo devoraba todo lo que se conseguía de José María Vargas Vila, Nietzsche, Camus, Hesse y autores así. Con esas municiones lograba hacerla transpirar en clase. Sin embargo, Estela se extendió en detalles sobre cuándo el avión gigante de cartulina aterrizó en su escritorio; no hubo argumento que la convenciera de que fue algo circunstancial; era cierto que la descripción de lo ocurrido parecía una escena literaria, pero la realidad fue que una desactualizada cartelera del día del árbol, convertida en avión y lanzada por la puerta del salón, voló cruzando el patio, pasó por el frente de la rectoría, entró a la retirada sala de profesores, posándose en el escritorio de Estella, tocándole levemente, con la punta, un seno, en el momento justo en que se detenía. A la rectora le pareció un atentado contra la integridad del edificio y un acto violento que amenazó a su persona, por lo que era justificable un castigo muy severo. De pronto vi que la mujer me señalaba con sus protuberantes gafas. “Gallina de casa no se coge corriendo”. Recordé.

Cuando analizo el rumbo de mi vida, Mary, caigo en la trampa de explicar mis circunstancias, con una cadena de eventos que al final son banales. Nos gusta pensar que todo se ajusta, como las fichas de un rompecabezas, en un destino. Pero creo, ahora, que las cosas son más al azar de lo que somos capaces de aceptar. Lo que pasa es que verlo así, produce una desesperanza para lo que muchos no estamos preparados. El imaginario del destino es más liviano de sobrellevar. En los años críticos de mi formación estuve por fuera de mi barrio. Al inicio en el Chocó, cuando creí, con los oídos de un niño de doce años, que había recibido el llamado para ser misionero; año y medio estuve preocupado en cómo decirle a mi madre, que tanto me había apoyado, que lo escuchado había sido un error. Afortunadamente, el aburrimiento se me notó tanto que no me recibieron más en el seminario. Yo apreciaba aquel lugar. Recuerdo bien la combinación de dolor y alivio cuando tuve que dejarlo. Luego, estuve en un colegio en el centro de Medellín, a donde llegaban todos los chicos que habían echado de los otros colegios. Allí conocí lo que significaba ser indisciplinado. Yo definitivamente no lo era. Siempre resultaba en discusiones sobre ideas, que me condujeron por caminos menos peligrosos, aunque dejaba mi rastro de resentimiento en algunos. Cuando empecé a compartir más intensamente actividades en mi barrio, fue cuando llegó la inquietud que finalmente me condujo a la universidad. Camino que yo había descartado siempre.

Estela detestaba ver tan cerca la rebeldía que a ella nunca se le ocurrió plantearse en su vida. Sin embargo, la considero alguien con una influencia muy positiva en mí. Cuando hacía de profesora de literatura, me dio a leer “Cierto Olor a Podrido”. Para mí, fue un guiño de cómo me veía. Amé ese libro que leí varias veces, e incluso escribí versiones de historias que se basaban en las escenas que describe.

Volviendo a la escena de la rectoría, mi madre trataba de minimizar la situación que planteaba la rectora respecto de la inoportuna interpelación al profesor Gerardo, como lanzándome una cuerda. Yo sentía que caía a un foso de desprecio en uno de los peores colegios de la ciudad, en un país con uno de los sistemas de educación de menor calidad del mundo. Recuerdo a Sagan diciendo que vivimos en una estrella corriente en el suburbio de una galaxia cualquiera. Lo que estaba ocurriendo ese día era como un alejamiento vertiginoso desde la rectoría hasta al universo, que pulverizaba la esperanza; que disolvía en un volumen de escala universal la soledad de un incomprendido. Cuando salimos de aquella rectoría, miré a mi madre y ella me correspondió con la profundidad de sus ojos negros.

Ves, Mary, todo lo que puede pasar en la visita a un colegio. ¿Quién puede ir a un lugar de esos y no verse retratado en esas carteleras, salones y corredores? Me parecieron tan pequeños los pupitres. Creo que todo lo que recordé tuvo que ver con algo que los muchachos pudieron agregar en esas sodas coloridas que vendían a ocho mil.

Espero no haberte aburrido y que, en venganza, te animes a contarnos algo sobre ti. Un abrazo fuerte, amiga.

Cordialmente,

Jorge.



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