AÑO VIEJO
Aunque está prohibida la quema de muñecos en las calles, en algunos barrios populares de Medellín puedes encontrar los muñecos de año viejo, el treinta y uno de diciembre. Hay representaciones de personajes con las que se busca el desahogo de lo ocurrido en el año, que no es diferente a lo que viene ocurriendo a millones desde hace décadas; también las hay que permiten calmar el odio por el Jonás de turno, en la antigua costumbre de sacrificar a un advenedizo los viernes a pesar de que el domingo anterior lo vitoreamos y le agitamos ramos. Los muñecos tienen, también, un fin práctico, como es el de excusar un retén temporal que financie la bacanal de los muchachos de la cuadra. Las monedas y los billetes se transforman en botellas de aguardiente, trozos de carne y, gracias a algún previsor, en verduras para preparar algo el primero del año nuevo.
Como vivimos unos tiempos en que todo se vende, ahora hay una versión de muñecos pequeños que vienen con todo lo necesario para quemarse ritualmente dentro de las casas. Los venden, incluso, con sugerencias de propósitos, que son útiles para los que no se les ha ocurrido alguno. Creo que no tienen gracia. No, como el simpático muñeco de tamaño natural que reposaba recostado en un taburete en la esquina de la casa. El muñeco lucía unos viejos tenis; unos jeans desgastados, no muy distintos a cómo se usan ahora. El pantalón lucía abultado, como si el personaje acumulara líquidos. Un cuidado especial interrumpía el apretado relleno del pantalón en la zona de las rodillas, dándole una graciosa movilidad. Una camisa, alguna vez blanca, dejaba ver, entre la tensa botonadura, otros colores del contenido que conformaba el torso. La cabeza, bien proporcionada, estaba formada por un trapo relleno. Alguien, esmerado, pero inexperto, logró el dibujo de unos ojos vivos, una nariz desastrosa, unos labios rojísimos, trazados con el labial de una chica asaltada, y la barba discreta, hecha, muy seguramente, con betún. Todo fue complementado con unas gafas de juguete, una peluca de largos cabellos negros ensortijados, un sombrero deshilachado y un tabaco a medio consumir. Cruzado en diagonal desde el hombro, un viejo bolso rosado simulaba ser un carriel. Al sentarlo en el taburete, alguien le montó una pierna sobre la otra, formando un perfecto carrizo. Como el tronco no se mantenía estable, inclinaron la silla contra la pared, quedando con la apariencia de esos hombres relajados que observan desde la esquina lo que va ocurriendo en la calle mientras avanza la tarde. En una mano le pusieron algo parecido a un reloj, y en la otra, que descansaba en el regazo, una botella vacía que en la etiqueta anunciaba, Aguardiente Tere. Del cuello le colgaron un letrero innecesario hecho de cartón, que decía con irregulares letras trazadas con el abusado lápiz labial, Año Viejo.
Si uno estaba desprevenido, podría creer que realmente había un hombre, con aspecto borrachín en la esquina. Algunas chicas transeúntes hacían un rodeo para evitar pasar cerca de él. Sin embargo, de tanto en tanto, un perro despejaba las dudas, se acercaba despacio, intrigado por la diversidad olfativa de los trapos que conformaban la figura sentada, levantaba la pata y le lanzaba un chorro marcador en la pierna.
El muñeco fue elaborado al inicio de la tarde por tres muchachos en medio de música, bromas y algarabía. Todo transcurrió como una operación de ensamble de una marioneta cuyas partes estaban guardadas en los baúles de varias casas. Como si hubiera existido un plan detallado, todo lo que se llevó para el muñeco se utilizó. Una soga improvisada a partir de algunos trapos sirvió para parar el tráfico. La recolecta de dinero en la esquina fue exitosa, los vecinos y transeúntes se tomaron lo ocurrido con diversión y muy temprano los muchachos pudieron comprar las primeras botellas de Tere, unas carnes para un asado en una pequeña parrilla callejera y lo suficientemente para rematar al otro día con un sancocho. Apenas estaba comenzando la noche y ya la borrachera del grupo estaba avanzada. Antes que se diera la bulliciosa celebración de final de año, junto al muñeco, al que alguien le había desfigurado la boca tratando de que se tomara un guaro, yacían varios cuerpos babiando, desgonzados y roncando profundamente la borrachera.
Cuando el primero de los jóvenes despertó, ya estaba despuntando el día. Las brasas del fogón estaban frías, y la calle despejada y casi en silencio. Una música alegre, muy leve, llegaba desde lejos. El joven, mareado, adolorido por la posición incómoda con que había dormido, se dio cuenta de que la celebración había sido tan buena cómo se lo habían propuesto. Sin embargo, no podía recordar nada sobre el muñeco. No había cenizas ni rastro que pudiera sugerir qué había pasado con él. En un momento, vio cómo alguien, vistiendo los mismos tenis, jeans y camisa que habían usado para hacerlo, cruzaba con pasos tambaleantes por una de las calles, perdiéndose de vista. Tuvo la certeza de que era el mismo. Quiso despertar a uno de sus amigos, pero lo único que pudo mostrarle al adormilado que le atendió fue que el muñeco no estaba. El taburete aparecía vacío, inclinado contra la pared como lo habían puesto en la tarde. La botella de Tere yacía en el suelo, como las otras que se habían consumido en la noche y que descansaban dispersas por la calle.
Un escalofrío recorrió a los que supieron de la historia, mientras crecía otra vez el grupo que se animaba preparando las verduras para el sancocho. Alguna vieja dijo con tono serio que no existe nada más peligroso que un muñeco sobreviviente del año viejo rondando por las calles de un barrio.