FRAGILIDAD
El sábado estuve con mi madre en misa. Es un programa que me gusta, por varias razones: por el disfrute de nuestra relación que, luego de medio siglo, bulle de historias propias y ajenas, y porque estoy hambriento de orar. Normalmente, paso por ella a su casa y caminamos juntos hacia la iglesia, dejando que las calles nos evoquen relatos. Lo hacemos evitando la tentación deliciosa de juzgar, por lo menos antes de la comunión. Este sábado iba tarde. Le pedí que se adelantara y nos encontráramos en el templo. Tomé un transporte que me dejó lejos de la iglesia, obligándome a caminar por un sector que hacía décadas no transitaba. Pasé por el frente de las casas de tres novias de mi juventud. Pude verme en las puertas de esas casas, sentado en las gradas, conversando y besándome con esas muchachas. También pude ver a un joven que sale presuroso, con la camisa y los zapatos en la mano, corriendo de huida de una mujer mayor que grita y le da potentes escobazos. Parte de lo que me agrada del programa con mi madre, es revivir los ambientes que hace muchos años no visito. La vieja iglesia, la escuela y, cerca, el lugar donde funcionaba la biblioteca que fue tan importante para mí. Las calles del barrio donde vive mi madre, fueron mis calles. Las aprecio mucho. No importa que aún sean peligrosas, accidentadas y que sus andenes no conozcan los beneficios de una continuidad transitable superior a dos metros.
Los techos de algunas casas se pueden observar a media distancia. En estos barrios que no se dejaron intimidar por la montaña, hay calles que exigen lo máximo de piernas y corazones, y dejan ver algunos espacios íntimos: patios donde ondean trapos multicolores, como banderas que celebran pequeñas conquistas territoriales; baños y piezas a medio hacer, promesas constructivas que algún día serán honradas, y tejados. Estos últimos me obsesionan. Algunos me hablan de prosperidades pasadas, o actuales; de luchas por mantenerse y en otros casos de abandono; otros relatan sobre entendimientos integrales, atrevimientos o ignorancias. Se espera de un tejado de barrio, que no se vea, como lo hace un calzón renegrido, roto y con sus cauchitos fatigados; mientras sigo caminando, veo uno que se bate con furia empujado por el viento, y que pegado con una pinza a un alambre, anhela volar lejos y descansar en paz. Desde otro techo, un gato me mira atento a mi rumbo; admiro la belleza de esa especie perfectamente adaptada para transitar por los techos.
El gato me trae un recuerdo reciente. Francia se afanaba para que el mundo no olvidara el día de inauguración de los olímpicos. Dentro de todo lo que vi en las transmisiones de los juegos en París, estaba la imagen de una mujer caminando por un tejado. Según parecía, buscaba un lugar alto para no perderse las luces de la fiesta. No tenía la gracia y delicadeza de un gato, al contrario, era alarmante el descuido con el que caminaba usando sus tacones.
La mujer caminó por el tejado sin darse cuenta de que podría estar haciendo la última actividad de su vida. Sin embargo, cumplió su objetivo sin incidentes. Somos muy pocos los que conocemos la fragilidad traicionera que se esconde en un techo. El video trajo a mi mente otro recuerdo, un suceso de mi adolescencia, cuando Ignacio, un compañero de internado, cayó, de repente, en una de las mesas del comedor. Él estaba revisando el tanque principal del agua. En el Chocó, donde hace un calor sofocante, nos bañábamos en la mañana y en la tarde, todos los días. Un gato había estado pidiendo auxilio en la madrugada. ¿Quién sabe detrás de qué objetivo andaba que se descuidó tanto? En la mañana, encontramos muy reducido el chorro; era necesario sacar el animal. Para llegar al tanque el paso era por el tejado e Ignacio lo hizo, con la misma tranquilidad que observé en la mujer del video. Sin embargo, una teja cedió. Tuvo suerte, la altura de la caída no fue grande y cayó de espaldas directo sobre una de las mesas. Hubo un gran susto, con gritos y un gran estruendo. «Tejas viejas que se quiebran con nada». Pensamos. «¡Casi te matas, Ignacio!», dijo alguno entre carcajadas, observando cómo el adolorido y atolondrado accidentado se incorporaba.
Varios años después, ya ambos por fuera del internado, supe que Ignacio había transitado por otro suceso sin preguntarse mucho, y ese sí le resultó fatal. Su espíritu se desorientó y se acercó a personajes inconvenientes. Siendo un hombre muy noble, terminó su vida atrapado en una historia similar a la de Donald Breedan, en Heat, con balacera y todo. Hasta dónde conocía, la familia de Ignacio era grande. Fue muy curioso que no tuviera un soporte que le evitara ser seducido por propuestas con tan bajas garantías de éxito
Un techo es un buen ejemplo para entender lo que le puede suceder a un elemento cuando es sometido a un esfuerzo. Sabemos bien lo que pasaría a un vidrio si lo empujamos con fuerza. Es resistente, pero también frágil. Aunque a veces nos sorprenda, una gran resistencia y fragilidad son cosas que pueden venir juntas en la vida. Ahora imaginemos un caucho: al mínimo empuje se deforma. Entre esos dos extremos podemos encontrarnos muchas situaciones.
Ya con mi madre en la misa nos dispusimos a elevar los corazones. El sacerdote se esmera en el sermón por dejar claro un mensaje. Aprecio eso. Mi espíritu está necesitado de una palabra salvadora. Siempre que hemos venido ha sido así. Es un hombre hábil. No es de aquellos que se pierden en pasajes abstractos que dejan las almas vacías. Sabe qué está pasando en las vidas de quienes lo oyen y hace una síntesis útil de la lectura. Se siente la intención de ofrecer luz para los que transitan por oscuros pasajes estos días. Somos seres frágiles, con ventanas de entendimiento muy estrechas, vulnerables a las rudezas de la vida. Una palabra puede ayudar a alivianar la carga de la cotidianidad injusta. «La misa con este padre es buena». Dice mi madre con la voz baja. No es posible que ella piense lo mismo que yo. La miro, sorprendido.
Los ojos se me van en los detalles del lugar. Es la misma iglesia que tanto frecuentaba cuando era un niño. Me agrada verla tan bien. Todo cuidado. Estos lugares hablan siempre de la prosperidad circundante. La pintura, las cortinas largas, blancas y doradas. Ahora hay vitrales. Me encanta el brillo y el color vivo de las imágenes. La luz llega por todas partes. El sonido es nítido y envolvente. Unos jóvenes hacen un coro afinado y se acompañan de una robusta organeta bien ejecutada. La cubierta interna, alta, con sus recovecos de madera delicadamente pintados se ve perfecta, cumpliendo plenamente su función acogedora. El profuso decorado con flores en el altar luce bellísimo.
En la consagración, el sacerdote usa un tono teatral que le imprime mayor intensidad al acto. Las campanadas agudas penetran la piel y transportan el espíritu. Mis rodillas, fuera de práctica, suplican porque todo acabe. Mi madre ora presurosa, pidiendo por todos. Alarga una mano y toma la mía, apretándola. Observo a algunos que se han negado a arrodillarse. Distingo claramente a los que pueden hacerlo y no quieren. ¿Qué les impide llegar hasta aquí y no entender que también es útil inclinarse? ¿La pequeñez de lo que somos no debería llevarnos a una reverencia continua? Es posible que el hecho de que podamos explicar y entender algunas cosas nos vuelva rígida la cerviz.
Llega el momento del Padre Nuestro. Observo el coro potente que se forma con la oración y reverbera en el ambiente. Una voz alterna, demandante y atrevida, aparece susurrante en mi mente: «Padre, observa lo que tu voluntad está haciendo en la tierra. ¿Por qué es tan difícil perdonar al que ofende? No permitas que suframos; por favor, haz de la paz un bien accesible». Digo en voz alta, y con todos: «Amén».
El coro calla. El silencio espeso que sigue me genera otra idea: una estrella se apaga dejando a oscuras un espacio inmenso. «No, por favor», murmuro. Mi madre me mira con asombro, sin entender. Continúo en mi mente, «¿No es mucha carga para un espíritu percibir tanta soledad?»
Una gota de agua toca mi rostro. Me doy cuenta de que hace rato estaba cayendo. Levanto la mirada. A pesar de la distancia, puedo ver una pequeña luz en el techo. Es la señal de que, en poco tiempo, un hombre arriesgará su vida por coger una gotera.
En el momento de dar la paz, alguien, que estaba en la banca de adelante, se da la vuelta y estira la mano hacia nosotros. «La paz esté con vosotros». Es Alicia. No me reconoce. Es una mujer mayor, como mi madre, y es la madrina de bautizo de mi esposa.
Al salir de misa, me acerco a ella. Me presento y nos damos un abrazo en medio de las sorpresas de tantos cambios. Enviamos y recibimos saludos. Luego nos despedimos y voy con mi madre a nuestro remate de tarde: café con leche acompañado de tibios pandequesos.
«¿Quién es esa que saludaste?». Tomé un respiro para encontrar la forma de contar todo lo que se venía a mi mente con aquel encuentro. La relación de Alicia con mi esposa era irrelevante. Lo notable de ella fue el carácter que mostró ante un evento desastroso de su vida, hace cerca de veinte años, poco después de que su hijo, Enrique, había acabado de casarse. Ya estaba esperando bebé. Como muchos en el barrio, trabajaba en labores de construcción.
Debe ser porque un techo está asociado a la protección que ejerce sobre nuestra cabeza, que consideramos que está a prueba del abuso. Nos permite llevar nuestra vida mientras vemos por la ventana que pasa un vendaval. Claro, dentro de ciertas proporciones. Es por eso que no aceptamos que no pueda resistir una pisada. Muy pocos tejados están diseñados para caminar sobre ellos. El cine no ayuda mucho. No sé cuántas veces hemos visto a Ethan Hunt, al agente Bond o a Jason Bourne moviéndose por ellos como si se tratara de pistas de atletismo. Hay un imaginario errado al respecto. Incluso entre constructores, existe la costumbre de desafiar la resistencia de lo que se está instalando.
Le conté a mi madre la desgracia de Enrique. Cuando instalaba un techo, una teja falló bajo sus pies y fue a dar diez metros abajo. Quedó cuadrapléjico y con su cerebro deshecho. Es un caso muy común.
El tejado por el que caminaba la francesa del video era de tejas de cemento. Ese material tiende a hacerse más resistente con el tiempo, pero también, es quebradizo. El peso de la mujer, cuando camina, en algún momento estará concentrado en uno de los tacones de sus zapatos. La teja recibe en un área pequeña los sesenta kilos, y falla, como una relación que apenas empieza, intensa y llena de promesas eternas y que recibe de repente el efecto de un hecho grave.
El trabajo de Enrique se hacía en unos tiempos en que los conceptos de líneas de vida y la importancia de cuidar la integridad física del trabajador no eran importantes. Los gerentes de proyectos hacían cálculos anticipados de las indemnizaciones y gastos legales relacionados con los accidentes. Un número de muertos por obra en las construcciones era esperable. «Son eventos inevitables».
La joven esposa de Enrique no resistió el impacto de lo ocurrido. Se alejó, digamos que, aterrada. Con el tiempo, la chica se casó de nuevo y emprendió una vida alejada del cuadrapléjico que alguna vez fue su esposo. Solo muy pocas relaciones tienen la capacidad de soportar la inclemencia de los sucesos trágicos. Como sucede con ciertos materiales, se requiere tiempo para que adquieran la fortaleza suficiente y un comportamiento dúctil.
Alicia se había hecho cargo de Enrique durante casi veinte años, con las implicaciones de tiempo y económicas que eso significaba. La mujer tuvo el cuerpo del hijo cagando y meando en una cama con la esperanza de que mejorara. Pero no fue así. Enrique se había apagado en el momento de la caída, cuando su cabeza golpeó el piso. Su cuerpo seguía vivo por esas particularidades clínicas y morales que hacen que la muerte sea un proceso difícil de definir. Con los años, el cuerpo también cedió. Enrique tuvo en su madre una relación poderosa, una aliada a toda prueba que durante mucho tiempo mantuvo encendida la esperanza de que su llama resurgiera, así fuera un deseo ingenuo y su tenacidad luciera terca.
Debió ser muy doloroso para Alicia ver a su nuera, indiferente a lo ocurrido con su hijo. Pero, a pesar de que suene cruel, no era justo que ella, con sus veinte años, también hubiera muerto con su esposo. ¿De qué estaba hecho el carácter de Alicia que era capaz de asumir un papel así durante tantos años? Quizá del mismo material que estaba hecho el de Christine Collins en Changeling. Personas que parecen no tener un punto de quiebre. ¿Cómo manejó, Alicia, sus momentos de debilidad? Porque debió tenerlos. En quién se apoyó para distribuir la carga monstruosa que aplastaba su vida. Alicia se había comportado incondicional, constante y protectora. Su amor buscaba hacer más llevadera la desgracias para su hijo.
Dejé a mi madre en su casa, la abracé fuerte y le dije que la amaba. Me devolví a mi barrio imaginando la recomendación inútil que le daría a la francesa para ver los pirotécnicos, o al desconocido que pronto cogerá la gotera de la iglesia. De pronto vi en mi mente a Alicia, a solas, en una pieza, con el cuerpo medio vivo de su hijo postrado, como siempre en los últimos veinte años. Paró de orar. Se secó las lágrimas, tomó aire hasta que sus pulmones casi estallan, y sopló con fuerza sobre la llama leve que lo mantenía vivo.