TIRAR LA PRIMERA PIEDRA

   


   Pedro no resistió. Se desmayó minutos después de la explosión. No alcanzó a salir antes de que los gases se tomaran las galerías. Todo se ha apretado y hemos vuelto a los tiempos en que morían tantos en estos socavones. A pesar de que ahora estamos conectados a la ventilación de los gringos, el aire no es suficiente. El primo venía quejándose desde hacía tiempo. Buscaba una palabra que lo liberara del infierno. No podía irse. Sus errores le habían hecho más cara la salida. La cuota semanal tiene que cumplirse; nadie puede quedar mal con el ingeniero. Cuando Pedro maldecía, los demás nos mirábamos en medio de la luz dura de las lámparas, con la boca tensa, levantando con ritmo las barras que avanzaban milímetros; golpeando sin descanso contra rocas que por momentos parecían imperturbables. Sabíamos que él sería el próximo.

   Dejamos su cuerpo y los de otros en la carretera, envueltos en costales para que los gallinazos no hagan mucho escándalo. La noticia voló, como cada mes. No pasaron muchas horas para que las mujeres los recogieran maldiciendo las minas. Debí haber ido con ellas. Pobre Pedro. Es que no hay tiempo. Le diré a Marta que mande a decir una misa. Mientras recojo piedras, lo recuerdo, pequeño e inquieto. Era el tiempo de ir a la casa cada semana. Había alegría. Las fuerzas y las cuentas permitían pasar por la tienda y llegar con una caja llena de felicidad. Había abrazos, sonrisas, baños largos y calientes, una cama blanda, un televisor y películas. También alcanzaba para que unas monedas hicieran desaparecer a los niños que se iban al parque por golosinas, con una tía entendida. Ahora voy cada mes largo. Se han acumulado las frustraciones. Marta me da un arroz con huevo, frío, que sazona con sus reclamos. Solo queda aprovisionarme del pasto que anima el alma, pegarme una buena borrachera, e ir al Amanecedero donde las muchachas me consienten.

   En los huecos donde se nos va la vida no hay misericordia. El ángel de la guarda se queda en la boca de la mina, esperando hasta que el encargo salga pálido, consumido por el esfuerzo. Yo animé a Pedro y a otros a que se quedaran, convencido de que las cosas irían bien. La esperanza me sedujo cuando el ingeniero dijo que trabajaríamos en las galerías de los gringos, que dejaríamos de barequear o hacer cúbicos en el río, o ser de chatarreros miserables aquí, para empezar a explotar, cómo se debe, los frentes nuevos. Me mostró el fuego con el que haríamos respetar nuestro avance, el mismo que le mostré a los muchachos: fusiles, revólveres y explosivos. Ya no más esa maldita pólvora que ha matado a tantos. Ya no más cargar y moler catanga estéril; iríamos por los frentes destinados a los extranjeros.

   Sin embargo, todo se ha acelerado en los últimos meses. Aún no hay explosivos que no necesiten despeje. La prisa nos matará a todos. A veces creo que Pedro se retrasó adrede. Sabiendo bien lo que pasaría, se quedó atrás, justo en el lugar donde podía estorbarle el paso a algunos que quería llevarse consigo.

   Pedro y yo fuimos los primeros en llegar a la galería de los gringos. Son naves amplias de varios metros de ancho y alto, no como las nuestras que a lo sumo alcanzan metro y medio. El ingeniero indicó la dirección en que nuestras explosiones, taladros y barras debían perseverar. Tal como se estimó, tardamos dos semanas en llegar al nivel abandonado. Aunque, para mí, el lugar podía dar más mineral, la entrada era solo para explorar y ubicar allí una estación. Nos preparábamos para lo más grande: los túneles con mejor proyección. El trabajo avanzó bien. Los meses que siguieron fueron intensos. Algunos muchachos murieron en balaceras con los gringos; en las explosiones que ellos hacían buscando asfixiarnos o, últimamente, atrapados en las corrientes de concreto que inyectan en nuestros huecos. En los noticieros dicen que buscan estabilizar la mina. La montaña es como un queso, con varias rutas de escape; algunas son grutas de otros hombres venidos de Marmato, el Chocó o Caucasia, que buscan lo mismo y con los que nos apoyamos para evadir los ataques.

   Pedro ayudó bastante cuando el ingeniero indicó el lugar donde ubicar la barrera que contendría el avance de los gringos. Fue un esfuerzo rápido de apilar miles de sacos con piedras en tan solo tres días. Durante semanas fuimos preparando los materiales y cuando estuvimos listos, ingresamos. Como locos furiosos construimos el muro. Yo mismo había preparado la protección más importante: tres pipas llenas con explosivos mezclados con puntillas y mierda. Con eso era seguro que nos tenían que respetar.

   El trabajo del grupo creció bastante. Debíamos continuar avanzando en los frentes, sacar la piedra, molerla, mezclar y evaporar el mercurio. Otros debían mantenerse vigilantes y responder a los ataques de los gringos. El grupo creció muchísimo, y no faltaban los problemas entre nosotros. El ingeniero indicó por dónde excavar para interceptar la ventilación de la mina principal. Todo es precario e inestable, pero, de alguna manera, se ha logrado algo de colaboración desde el lado de nuestros enemigos. Según se dijo, la mina tiene una profundidad de cinco mil metros, y el plan es que hasta ese nivel, y más allá, llegaremos.

    El oro se obtiene en las cantidades prometidas, sin embargo, el costo de explotarlo a sangre y fuego resulta muy alto. Pasarán años para cuando empecemos a disfrutar ganancias. Por ahora es pagar todos los favores recibidos. Mientras golpeo las rocas, sueño con los días de descanso; tomo la moto y me uno a mis amigos veloces, desplumando gallinas callejeras, espantando gatos y dejando tendidos en la carretera a algún perro imprudente que insiste en detenernos. Llegados al Alto del Chocho nos detenemos y Pedro invita al pasto. Digo, invitaba. ¡Pobre Pedro!

   Le hacía mucho caso a Marta, que lo llevaba a misa los domingos. Yo no he vuelto a eso. Un lunes estaba muerto de la risa. «¿Adivina, sobre qué habló el cura? Sobre los que tiran la primera piedra. Imagina, primo, uno metido en un hueco durante semanas cargando catanga para que, el domingo, vengan a hablarle de piedras.» Recordé la superficie serena de un charco en el Chachafrutal interrumpida por una roca que la rozaba varias veces antes de hundirse; con los amigos, apostábamos quién la haría rebotar más veces. Alguien habló sobre un antiguo fragmento candente que ingresó a la tierra y generó una explosión que mató a todos los animales. Recordamos, sin querer, cuando una piedra muy grande atrapó a uno de los muchachos. No hubo forma de sacarlo con vida. Ninguno tuvo las agallas de darle un tiro. Duramos horas oyendo sus lamentos mezclados con los golpes de nuestras barras que, más que rescatarlo, buscaban ocultar el sonido de esa agonía.  ¡Malditas piedras!

   ¿Cómo es posible que seamos ilegales si estamos aquí desde hace décadas? ¿Cómo es posible que esto sea de otros? De vez en cuando llegan los del ministerio recordando que no debemos estar acá y que nos estamos matando con el mercurio. Hacen censo y se asombran de que cada vez seamos más. Para ellos somos como una plaga, excepto en tiempo de elecciones cuando vienen a prometer la legalización y apoyo, disque para hacer las cosas mejor. Los de la alcaldía ayudan, porque muchos de ellos trabajan por temporadas en las minas. Los de Bogotá han querido entrar a la mina, pero no los dejamos y tampoco podrían hacerlo solos. Las líneas se volvieron un laberinto que sería imposible explorar sin nuestra ayuda. Algunos funcionarios suspiran entendiendo lo imposible de resolver esto, por lo menos, de la forma que quieren.

   Hace poco el ingeniero logró reducir el problema de las bombas de concreto. En este lugar todos bailan por el oro. La corrupción en el negocio de los gringos, que, inicialmente, entregó las coordenadas de las galerías, ahora interrumpió la operación de llenado de nuestros túneles e hizo casi imposible el mantenimiento de las bombas. Sin embargo, fue algo que duró pocos meses. Dicen que los gringos usaron aparatos para detectar mentirosos y, en poco tiempo, los aliados fueron reemplazados. Después de eso empezamos a hacer bulla por los celulares. Todo lo que pasa lo montamos en YouTube y de alguna forma eso intimida a los enemigos que se miden más en sus avances. El ingeniero se las sabe todas.

   Estoy seguro de que nadie más que el ingeniero tiene una cuenta cierta de lo que pasa aquí. Ni en lo producido, ni en los costos, ni en la gente. De un tiempo para acá, meterse en una mina dejó de ser un trabajo. Ya no vas por tus sueños o ambiciones. Vas por la de otros. Nos aseguran las comidas y un lugar para dormir. Los que se meten cosas adicionales pueden contar con ellas. Todo lo anotan en unas libretas donde aparece el nombre completo de cada uno con las cuentas de lo que debe y su trabajo. Son unos números que tasan el valor de las almas. Sin darnos cuenta, miles de hombres quedamos atrapados entre dos mundos, en un trabajo del que resultamos ser solo el medio para obtener el oro que no nos pertenece; y el de los enemigos extranjeros con sus cuerpos de seguridad sanguinarios que decoran sus uniformes con la cuenta de las bajas que a nadie le importan.

   El disfrute sereno del oro no existe. Para la mulada cagajona que carga en la espalda los sacos llenos de roca con la esperanza del oro, solo queda tararear una canción de La Bichota y fumar pasto al final del recorrido. Los que picamos en el frente estamos atrapados para siempre. Realmente no hay recompensa: solo trabajo sin descanso hasta que un día quedemos sepultados aquí mismo o como un saco que se tira en la carretera. En todo caso, un procedimiento que no interrumpa mucho las labores. Pedro, muerto, ahora como un fantasma, insiste en dar golpes en la piedra para que otros se enriquezcan. En los días de descanso me acompaña en el alto. Observamos el pueblo con su iglesia blanca que se proyecta al cielo sobresaliendo sobre el conjunto de casas pobres, tomamos ron, hablamos de las caricias suaves y ocurrencias de la última mujer joven. Nos sentamos en una piedra cómoda mientras observamos el atardecer; aspiramos la bocanada espesa de nuestros amados cigarros; escuchamos con atención los cantos de los pájaros y los ladridos de perros cercanos. En algún momento la voz de Marta surge: «Vamos a misa». Creo que tiene razón. Estos días quiero confesarme porque el mal de Pedro me ha invadido. He empezado a entender que no es tan terrible que un tiro acabe con todo. ¡Malditos gringos!

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