DE VUELTA AL EDÉN
«Que sea lo que Dios quiera».
Ancizar.
Al morir, los afanes no terminan. Viene después una tramitología exasperante, a pesar de que tienes todo el tiempo. Primero te clasifican por creencias, nivel social y otros criterios. Cuando llegué, entendí por qué muchos que se devuelven atestiguan ver un punto de luz. Es porque ingresan a la cola infinita donde hacen el primer proceso. La cola no es muy evidente debido a que los marchantes están espaciados y el punto de llegada, visible a la distancia, tarda su tiempo en alcanzarse.
Estando en la fila, un viejo desconocido se acercó a varios que avanzábamos y nos ofreció orientación. Al parecer, siglos haciendo la misma tarea lo había vuelto impaciente, porque sin que termináramos de hacer las preguntas, soltaba las respuestas justas. Después supe que es un vicio que tienen en el cielo. Las almas transparentes somos fáciles de interpretar. Toda una vida en la tierra me hizo valorar la costumbre de dejar terminar las ideas antes de responder. Pero allá no es así. Aunque se disfruta del milagro de que los malos entendidos no existen.
Fastidié al desconocido con mis preguntas. Pude darme cuenta de que atienden siete mil personas por hora y que el proceso funciona así desde el tiempo en que arribaban apenas cien. Antes, la gente entraba sin control. No estaban definidas las zonas del cielo y el infierno y las subdivisiones que vinieron luego. Al comienzo hubo grandes problemas porque reubicaron gente “no gloriosa” que estaba en el lugar desde hacía milenios. Los ecos del antiguo desalojo llegaron a la tierra y se recuerdan todavía. Me asombra que se hubieran dejado coger tanta ventaja.
El desconocido me dijo que, desde hace mucho, en el cielo renunciaron a tratar a todos por igual. La mezcla de culturas lo convirtió en un infierno, por la tendencia humana a creerse mejor que los demás y reclamar si alguien del lado recibe algo. La solución fue que cada grupo hiciera de su parte del cielo lo que quisiera sin importunar a los demás. Pero, no te imaginas lo imposible que se volvió, desde la explosión de sectas de todo tipo y más, desde que el individualismo confesional se puso de moda.
Lo que dijo el viejo me sugería que los principios de respeto por la diversidad, la convivencia pacífica, la justicia, el enfoque en el crecimiento interior y la dignificación de la trascendencia, son para seres más evolucionados. Afirmaba que por el camino que vamos, los humanos, faltan miles de años para que esas actitudes de vida sean dominantes. Por ahora, solo son sueños esperanzadores.
Una vez te han clasificado, varios empleados revisan para cada nuevo visitante la correspondencia entre lo dicho y lo hecho. No te imaginas lo dispendioso. Al acercarse al punto de atención, se pueden advertir más detalles. Un cínico reclama ruidosamente por un error de interpretación. Sin embargo, es inútil, no hay apelaciones. El viejo me dijo que esas personas están destinadas a un lugar en la parte baja de los infiernos. Con el tiempo me enteré de que las partes bajas de ese lugar son múltiples y que no hay reparo en abrir ubicaciones adicionales si las circunstancias lo demandan. Mi calificación de coherencia arrojó ochenta y siete. Me asusté, pero el desconocido que apoyaba a mi grupo me tranquilizó. El dato resultó sobresaliente y, por tanto, tenía derecho de estadía en una de las ubicaciones del cielo. Supe que hay un lugar especial para los que tienen niveles superiores a noventa, y otro, con tratamientos clínicos, para los mayores de noventa y cinco.
El lugar asignado se sintió como si hubiera estado allí desde siempre. Era marcada la similitud con un estadio. No recuerdo en mi vida haber visto unas estancias tan hermosas, el confort era de otro mundo. Todos los asistentes, amables, con la vista fija en el centro. Por más que miré, no encontré un familiar, un amigo, un conocido, algún famoso o uno de los santos a los que veneramos. Mi ser estaba diluido en un mar de desconocidos. Era la soledad de las multitudes que crecía tanto en la tierra y que, al parecer, no habían resuelto tampoco allí.
En ese lugar transmitían un programa sobre lo que ocurre en la tierra. Es uno de los temas de mayor interés en el cielo. Si no fuera por esos programas, el aburrimiento sería pavoroso. Había mucho alboroto, estaban en los premios al pecado mortal del año. Hablaban sobre uno de los favoritos en la categoría individual. Se trataba de un viejo llamado Zacarías, un criador de cerdos en Sudáfrica que, con ayuda de sus empleados, disparó a dos madres hambrientas que entraron sin autorización a su granja a robar alimentos. Luego, descuartizó los cuerpos y se los dio a los cerdos. Es un competidor serio, según muestran en las pantallas. La transmisión comenta sobre otros nominados, demostrando que la humanidad produce buen material para el concurso. También hablan sobre el destino de los premiados el año pasado y sus sufrimientos en el infierno.
El grupo de los cínicos promociona bien a sus favoritos. Son los más ruidosos y con el tiempo se han vuelto los dueños del espectáculo. Al comienzo pensé que estaban excluidos, pero, hasta los seres más despreciables tienen un lugar en el cielo, así sea entreteniendo con su sufrimiento a los que gozan de la gloria.
Como mi ser había sido elevado de categoría, no era necesario estar expuesto a los placeres de la comida. Sospecho que por razones prácticas. Aunque es muy chocante que no haya un café, una fruta, o al menos un vaso de agua. Como todo es de una escala asombrosa, la administración evitó el esfuerzo de hacer posible un bocado cada tres horas. Creo que no he mencionado que en ese lugar siempre es de día, lo que perturba al comienzo. Cualquier comida requiere de labores de aprovisionamiento y preparación; además, servicio al capricho de millones de individuos, y limpieza, en un trabajo ininterrumpido que se parece a las actividades del infierno.
No es difícil concluir que en el cielo se vive una versión contenida de la vida en la tierra. Todo el mundo está a la espera de obtener favores, una vez aparezca alguien de la administración. Aunque hay mucho chisme, no hay sentido de comunidad, y con la vigilancia estrecha que hacen los ángeles todo se maneja en calma. Sin embargo, dicen que los jefes andan molestos, porque alguien coló unos gatos.
El viejo, que siempre se mantiene cerca, me dice que las mascotas son un problema menor. Lo que preocupa a la administración, es que, por primera vez en muchos siglos, la cantidad de personas que ingresa al cielo está disminuyendo dramáticamente. Siempre, el ingreso, iba creciendo y se mantuvo una proporción de condenados que no alarmó a nadie en dos mil años y eso que hay, por todo el mundo, multitudes que ruegan por el destierro del pecado.
El viejo afirma, además, que una nueva intervención está cerca. Se han enviado señales, pero como siempre, difíciles de entender. Ahora son del tipo de las que dejan a los mensajeros desorientados, balbuceando incoherencias, hablando sobre fenómenos de dudosa ocurrencia. No importa el carácter de quién es usado como medio, queda consumido por el terror. No entiendo por qué el método de comunicación no puede ser más directo. Esta gente no aprende. Parece que no están seguros de los mensajes y usan discursos ambiguos, con la esperanza de que sean oídos por alguien que les dé una interpretación conveniente.
Intrigado, y con timidez, pregunté por los mandamientos. Me pareció interesante lo de la calificación de coherencia, pero el acuerdo dentro del que me educaron en la tierra era otro. Hubo un silencio que indicaba que había hecho una pregunta impertinente. El hombre viejo llegó al rescate: «Hace mucho tiempo se expidió un decálogo que ha servido para poco. Se pretendió un alcance global. Lo cierto es que después de seis mil años, su influencia llega apenas a una tercera parte de la población. Es claro que se descuidó la tarea. Aún se busca una solución para eso. Se sabe que no se puede hacer lo mismo: hacer una purga apocalíptica, abonar el terreno con acciones menores, actualizar el decálogo y desaparecer, de nuevo, por miles de años».
El hombre continuó hablando lento y en un tono bajo. Recordó, con abundantes ejemplos, que la historia está escrita con los caracteres de la codicia; que las naciones emplean su poder en saquear a otras y usan, sin pudor, la mentira para deslegitimar a los despojados. El viejo planteó que debería haber unas nuevas reglas que movieran a los hombres a una visión más consciente de los otros, de su entorno, y que pudieran ser aceptadas por una mayor población. No pronuncié una palabra, intimidado por el riesgo de una imprudencia. Rodeados de ángeles que sabían lo que pensábamos, no quería conocer cómo era recibida la crítica en aquel santo lugar.
Cerré mis ojos y junté las manos. Era la forma que usaba para aislarme del entorno. En ese momento advertí que la gente aquí no practica la oración. Dirás que al estar del otro lado, no tiene sentido orar, pero no creas, la soledad es espesa, como si fueras forastero a una inmensa ciudad y el único apoyo que tienes son unas autoridades que te tratan como a un sospechoso. Todos son muy correctos, tanto que exasperan. No hay bromas, chistes. El chisme se comparte de forma subterránea. Todos están enfocados en alabar la administración. Es como si no hubieran logrado el objetivo. «Ya llegamos al cielo, ¿no? Dejemos la lambonería», pensé. Asustado, abrí los ojos. Desde unos metros, el viejo me mira con atención. Me doy cuenta de que debo pensar con más cuidado.
Si te cansas de la transmisión en el estadio, puedes ir a otros miradores. Hay uno donde ves la tierra desde una distancia astronómica. Es tan minúscula que su imagen se confunde entre el millar de estrellas del contorno. El tiempo es imperceptible, como cuando duermes. Es por eso que luego de unos años de ver luces que titilan en medio de un silencio y fríos absolutos, te enteras que, como fuiste creado a imagen y semejanza, también estás facultado para sentir los pesos de la soledad y la eternidad.
El viejo me alcanzó en el helado mirador y propuso que fuéramos a otro lugar. Decía que era uno distante y diferente a lo que habíamos vivido estos años. El lugar resultó ser un bosque gigante repleto de vida. Un alivio visual que contrastaba con el minimalismo que vivíamos antes. Luego me dijo que era un fragmento conservado del edén mítico. Caminamos por años reconociendo su geografía y disfrutando su abundancia. Pudimos llenarnos las panzas sin molestar a nadie y, como en este lugar sí se hace de noche, dormimos a nuestras anchas.
Un día, el hombre, mientras reposaba en el césped después de un banquete, me compartió que el lugar lo visitaba desde el principio de los tiempos. Me pidió que aceptara quedarme allí. Que adelantaba un nuevo ensayo con seres enfocados en la contemplación y el respeto por el entorno. Dijo que algo había salido muy mal en el pasado, que derivó en un desastre para la tierra. Que, a pesar de que pocos lo entendían, el poder más importante con el que contábamos era la voluntad de volver a intentarlo. Me dijo que en el lugar había miles de otros invitados que encontraría con el tiempo. Estaba seguro de que me adaptaría y mantendría bajo control el persistente defecto de la codicia. Le dije que aceptaba. Me dio un fuerte abrazo, como un amigo, se despidió y se perdió entre los arbustos. Quedé con la sensación de haber compartido con alguien muy importante. Más tarde, un trueno en el horizonte, anunció lluvia.