PINK FLOYD

Algunos dirán que Semana Santa es un tiempo para hacer una reflexión sobre uno mismo, pero, como siempre me ha parecido más cómodo reflexionar sobre la vida de otros, dediqué un tiempo a hacer un recorrido desde sus inicios, por la obra de Pink Floyd, en estos tiempos en que, al ritmo de tocar figuritas en el celular, podemos deleitarnos con la totalidad de sus producciones musicales, y su fascinante historia.  


En los primeros álbumes noté los rasgos generales que distinguen la banda, mezclados con otras características extrañas, sonidos que son más la imitación de otras voces y estilos, y  el engolosinamiento con la novedad de las posibilidades acústicas.  Me di cuenta que son precisamente esas exploraciones las que  le dieron vida al sonido y temáticas que se conocen hoy.  Impresionante que esa búsqueda exitosa haya sido a un costo tan alto.  La fuente inicial de las que emanaban esas curiosidades era el espíritu torturado de un hombre enfermo: Syd Barret.  Cuando se oye la guitarra delirante en el “Astronomy Domine” del primer álbum,  podemos percibir que hay una mente consumiéndose lentamente; hay también tambores, platillos insistentes, hay otras voces, pero todo transcurre como en el solo de jazz de un guitarrista.  Más adelante, la creación provino del duelo de dos titanes con problemas para trabajar en equipo: Waters tomó el liderazgo, dando origen a piezas tan bellas como “The Dark Side of the Moon”; por el decaimiento de Barret, Gilmur entró a participar de la banda, situándose firme ante los arrebatos egocéntricos del líder, que indujo una inequitativa división de ingresos en las regalías que hirió de muerte la unidad del grupo.  Por cómo terminaron las cosas, las discusiones creativas y financieras debieron de ser muy desgastantes.  Espectacular lo que pasaba en aquellos tiempos: en el escenario podía verse unos artistas como nunca antes, sorprendiendo multitudes, mientras por dentro, la codicia y los sentimientos de traición amargaban los corazones.  Pero mientras esas cosas se daban, el grupo ganaba madurez,  vinculaba a sus proyectos a los mejores ingenieros y artistas y generaba melodías cada vez más bellas, hasta llegar a “The Wall”, la ópera prima.  


Con la película "The Wall" conocí la banda en mil novecientos ochenta y seis, varios años después de haber salido al mercado.  Tengo detalles borrosos, pero fue con mis amigos de colegio, quizá en el teatro Lido, en Medellín, en una función especial de sábado en la mañana.  No importó la sensación caótica de lo que vi, mis limitaciones para entender lo que se decía a pesar de los subtítulos que parcialmente seguía, o la sensación de obtener sólo un significado más entre los miles que una obra de arte produce, para quedar fascinado por sus melodías, que he encontrado grandiosas desde entonces.  Lo vivido con "The Wall" lo repetí cuando asistí, años después, al video concierto “Delicate Sound of Thunder”.  Aún tengo en mi pecho los recuerdos de esa experiencia.  Digo en el pecho, porque ahí es donde mi cuerpo guarda los bajos profundos de esas melodías.  


De vez en cuando saco mis viejos CD y los acaricio, mientras aumento el volumen de la música, buscando en mi corazón las resonancias que viví en mi juventud.  En una caja plástica cristalizada están los dos discos de “The Wall” y un plegable impreso con las letras, ya un tanto curtido.  Pienso que es una lástima que veinte años de éxitos gigantescos enceguecieran los espíritus de estos señores, impidiéndoles diferenciar el éxito del grupo del de sus individualidades.  Afortunadamente, Pink Floy sobrevivió un tiempo más a las disputas legales de los ochenta, y siguió sorprendiendo.  De esa época sin Waters, a veces repito hasta el cansancio “Learning to Fly”, donde Mason hace una percusión memorable; así mismo, la que muchas veces he pensado es mi canción favorita: “High Hopes”, pero esa impresión se me pasa cuando oigo otras melodías detrás de las que mi espíritu inquieto y obsesivo se prende y desprende.  En las melodías de los álbumes más recientes, la  influencia de Barret puede sentirse, como un fantasma que flota en los agudos, casi imposibles, de las guitarras, y los efectos especiales.  Con mis ojos cerrados, e inmóvil en mi silla por varias horas, pienso que es una gran experiencia poder disfrutar hoy todas sus creaciones:  unas veces como nuevos juegos sobre viejas melodías; otras como homenajes a los momentos vividos juntos y al aprecio genuino que los unió, y que hizo, también, sus problemas más dolorosos; o como experimentos nuevos pero distinguibles, como es de esperarse de las familias donde el rasgo dominante siempre tiene oportunidad de expresarse.


Muchos años después, Waters, Gilmur, Mason y Wright compartieron escenario de nuevo, y se abrazaron.  Todo fue fugaz, como el destello que las grandes estrellas emiten en el momento de su muerte.  Al menos ese abrazo fue consecuente con otra gran obra que le conocemos a la banda y que en la voz sintética de Hawking invita a "Keep Talking".


Gracias Pink Floyd, por una Semana Santa llena de significados.



Fuentes: Spotify, YouTube y Wikipedia.

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