SONSÓN

A Nora y Luis.




Una característica Colombiana, no sé si una generalidad humana, es que desconocemos el lugar en que nos correspondió vivir, y la historia que nos ha traído hasta estos días.  Vivimos en una permanente infancia.  Es decir, sumergidos en un aquí y ahora, indiferentes al contexto, y para acabar de ajustar, acosados por algoritmos desde la mañana a la noche.  Algunos tienen una imagen del entorno parecida a una esfera del tamaño de una parroquia, o de un pueblo.  Otros, cuentan con apenas retazos de poblaciones e historias, escogidas por efecto de las promociones turísticas, que los llevan a lugares lejanos en el espacio y los sentimientos.  Pero también hay quienes que, como yo, además de retazos, cuentan con imaginarios sobre los lugares, que nada tienen que ver con lo real.  Y esto último fue lo que me pasó con Sonsón.  

La palabra Sonsón resuena en mi cabeza desde mi infancia.  La escuché por primera vez de mi abuela, quien me hablaba de ella, no recuerdo cómo, pero dejándome una sensación de algo muy grande.  Me siento como cuando se ha oído mucho de alguien, de sus aventuras, sus logros, y de repente, al conocerlo en persona, encuentro que hay poco de lo que se hablaba.  La mujer que en los setenta me hablaba de ese pueblo, conocía el vasto territorio que comprendía la diócesis, estaba impactada por la vitalidad de la conexión directa con la capital y la costa, y las posibilidades que ofrecía el nivel económico de la ciudad más importante del oriente de Antioquia.


He viajado estos días, y pude verlo con mis ojos.  Al mirar el pueblo de lejos, su aspecto me parece irreconocible.  Lo primero que pienso es que la iglesia principal no es adecuada a la imagen de lo que cuentan.  Soy de los que piensan que la primera impresión de un pueblo es ese edificio que expresa el poder económico de su gente, el alcance de su imaginación y las ambiciones que han tenido.  Pues en el caso de Sonsón, me llega la idea de que estoy contemplando un pueblo ñato.


Ya en el recorrido de las calles, la llegada a la plaza, la contemplación de las casas con sus hermosos balcones y la apariencia de varios lugares suspendidos en el pasado, me doy cuenta de que estoy ante algo que brilló mucho en un momento y que viene languideciendo desde hace rato.  En el camino al hospedaje nos encontramos uno de los desfiles tradicionales: muchos niños disfrazados de personajes de pueblo, llevando bandejas con la comida típica, tan reconocible para mí; las representaciones indígenas, porque ya no hay personajes como esos en este territorio, y los incontables corotos de los que, al parecer, se siente tanto orgullo en Antioquia.  


El hospedaje fue en “El Tesoro”: una casa adaptada como pequeño hotel, ubicada en toda la plaza principal del pueblo y que es decorada con la intención de servir también como museo.  Entre la colección, un tanto caótica de elementos antiguos, pude descubrir una biblioteca.  Reconocí allí las colecciones de enciclopedias que leía en la escuela y que nadie volverá a consultar. Estuve bastante tiempo repasando los volúmenes de literatura, lo que me permitió hallar dos libros de cuentos que conservé para mí a cambio de una pequeña donación para el mantenimiento del lugar.  Ahora, me doy cuenta de que escenas como la contada en “Un día de estos”, y que leí esa tarde recién llegado a Sonsón, pudieron pasar perfectamente allí.  Más tarde tuve otro encuentro con los libros viejos, pero ya no fue tan afortunado como lo sucedido en el hotel: un librero muy informado quería cobrarme como precio de reliquia, algo que me interesaba; lo que sí me quitó gratis, dado mi reciente hallazgo literario, era la impresión de que la gente en Sonsón apreciaba la lectura.


Recorriendo las calles hacia el noroeste del parque llegamos a un lugar pequeño donde estaba encendida una parranda.  Luego me enteré de que habíamos llegado a inmediaciones del ancianato, y pude entender por qué el promedio de edad del lugar me estaba dando tan alto.  Comimos unas deliciosas empanadas, en medio de una música animada por una banda con muy buen ritmo.  Todos disfrutábamos las picardías que se repetían en el coro, mientras no dejaba de advertir la incomodidad del cura de la pequeña iglesia cercana, que cerraba las puertas, cuidándose, quizá, de usar más fuerza de la que era necesaria.


Al otro día, luego de la lectura de un cuento, y un delicioso desayuno, empezamos a recorrer las calles del pueblo, adornadas con borrachos tendidos en las aceras, que tengo la impresión, también son patrimonio cultural de estas tierras.  Traté de conocer la casa de la cultura, pero estaba prácticamente desatendida por los preparativos de otro desfile, y quien nos mostró algo con prisa, atinó a llevarnos a un salón dónde estaban las fotografías de todas las mujeres que han sido reinas del maíz.  Un tema que, al parecer, tiene mucho público en este lugar. 


Después de lo ocurrido en “La Casa de la Cultura”, nos dirigimos a buscar “La Casa de los Abuelos”.  Sin duda, un lugar interesante.  Con historia viva.  Nos recibió Víctor Zuluaga, quien nos dio la introducción del recorrido con una mezcla de relato histórico erudito, y  narrativa en tono campesino.  Atónito, conocí la única cama con candelabros que existe: observándola asombrado, me costaba trabajo comprender el juego de probabilidades que hizo que ese mueble sobreviviera a su atrevida función.  En algún momento, Víctor desapareció de la escena y quedamos ante una pareja: un muchacho mantenía vivo el calor en una fragua, y otro hombre, mucho más mayor, daba golpes potentes en un yunque, moldeando lo que luego supe era una herradura.  El herrero nos cuenta su historia mientras saltan chispas con sus demostraciones, en la que pude percibir los rasgos de una labor que está en proceso de extinción.  Como otro giro teatral, apareció en la escena la voz potente del guía William Arias, quien nos invitó a leer las inscripciones de las exhibiciones más modernas del museo que comprenden: piezas aborígenes, proyectos de impresión, de banca y fotografía.  Como si se tratara del corto de una película antigua que se estuviera proyectando en el salón, pudimos ver y oír a dos vecinas que hablaban de que habían sido carteleadas en la tienda del fotógrafo, y cómo una de ellas apuraba a una de sus pequeñas hijas para ir a pagar, y retirar, la vergonzosa imagen del cartel.  Nos despedimos de los guías en medio de comentarios históricos y jocosos, en los que pude conocer algo de los sentimientos de frustración que genera la desafortunada arquitectura de la nueva catedral.  Me prometí volver a este lugar tan vivo.


La iglesia, y una casa en la esquina noreste del parque, hablan de un capítulo importante, quizá sólo una escaramuza, de la que en las historias emerge la figura de un hombre mal hablado que se impone mostrando su revólver.  Me pregunto, quién contará la historia completa de esta tierra tan rica en un momento, y que luego del desafortunado advenimiento de un sismo, vio en término de muy pocos años, cómo se le derrumbaba, además de la iglesia, su liderazgo territorial y su conexión con el mundo.  Quién podría relatar las intrigas que se desataron ante hechos tan importantes, y que parecen desvanecidos en el ambiente.  Ahora se habla de anécdotas graciosas, pero hay algo en Sonsón, muy grande, que no se está contando. 


Un día volveré con suficiente tiempo y repasaré los textos de las “Efemérides sonsonesas” resguardadas en el Centro de Historia en la Casa de la Cultura, y donde, según me dijo Gabriela Grisales, Gerente de la Casa de los Abuelos, podré entender mejor lo ocurrido en esta tierra en el siglo XX.  Quizá en el proceso me encuentre, de alguna forma, la novela que haga continuidad a lo contado en “Mercedes” por la pluma fantasiosa del viejo Marco Antonio Jaramillo.

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