URRAO. 24 DE JULIO DE 2002
El miércoles 24 de julio del 2002 me encontraba en un viaje de negocios que la compañía, en que laboraba en ese tiempo, me había encomendado en la población antioqueña de Urrao.
Urrao, está ubicado en el Valle del Penderisco, cruzado por un río del mismo nombre, localizado en la parte norte del suroeste lejano antioqueño. El lugar tiene un hermoso paisaje que puede disfrutarse desde el aeropuerto, o desde el cercano cerro Peseta.
La cabecera municipal de Urrao está situada a 1,800 msnm, y la altura del territorio va entre los 100 y los 4,080 msnm en el Cerro de Campanas, que es parte del sistema de páramos de Frontino, o Páramo del Sol. Este sistema montañoso es la mayor altura del departamento de Antioquia, y pertenece al municipio, al igual que el Parque Nacional Natural Las Orquídeas.
En 2002, se llegaba a Urrao por vía terrestre desde Medellín, luego de recorrer 157 km, pasando por Bolombolo, Concordia y Betulia. Por vía aérea, desde el Aeropuerto Olaya Herrera (Medellín), se llega al Aeropuerto Alí Piedrahita (Urrao), después de 25 minutos de vuelo.
Ese mes de julio el viaje era normal. Nada presagiaba algo fuera de lo común. Mes a mes lo realizaba en el último medio año por vía área, debido a los frecuentes retenes en la ruta terrestre, y enfrentamientos por parte de guerrilleros y paramilitares que se disputaban el liderazgo de la zona.
El día empezó con un sol muy luminoso, característico de los meses de verano. Me levanté, como acostumbro cuando hago este tipo de viajes, a las 5:30 de la mañana. Me bañé disfrutando el agua que a esa hora refresca muy bien, despierta el cuerpo y despeja la mente. Me dispuse a tener un excelente día, pues a las 9:00 am debía estar en la oficina para una reunión importante con otros departamentos de la compañía. Me vestí con calma, ya que tenía buen tiempo. Organicé en mi maletín de trabajo los documentos que debía tener presente en la reunión. Arreglé en mi maleta de viaje la ropa, y los demás elementos de aseo que había llevado conmigo. Salí de la habitación, y me dirigí a un restaurante en el centro del pueblo. Me dispuse a desayunar, y a observar el discurrir matutino de ese día. Eran las 6:30 de la mañana. El paisaje que se podía disfrutar desde el balcón del local era bastante agradable. Mi desayuno fue una buena compañía para mis pensamientos. En esta población el chocolate se sirve bien caliente, y se hace una delicia degustarlo, pues a esa hora el clima es un poco frío: más o menos 14 °C. Cerca de las 7:00 am me dirigí al hotel, cancelé la cuenta, y me dirigí al aeropuerto.
El aeropuerto queda saliendo del pueblo. Se recorre una amplia carretera destapada, y se tiene una vista panorámica tanto del pueblo como de las montañas que en lontananza circundan al pueblo. El taxi en que iba cruzó un puente que existe sobre el río. Me quedé extasiado al observar el cementerio. Este está construido en un pequeño islote en medio del río Penderisco.
Llegué al aeropuerto. Me bajé del taxi y me dirigí a esperar mi vuelo. El aeropuerto, tanto la pista como las instalaciones, son pequeñas. Llegan allí aeronaves monomotoras con capacidad para ocho pasajeros, como máximo. Eran cerca de las 7:30 am, y el vuelo era a la 8:20 am. Me encontraba sereno, tanto por la actividad realizada los días anteriores, como por la tranquilidad que lo embarga a uno cuando tiene contacto con la naturaleza y el campo, después de unos días de mucho estrés en la ciudad. Así que seguí disfrutando del paisaje.
Siendo las 8:00 am llegó el vuelo procedente de Medellín. Lo observé acercarse desde el sitio donde me encontraba. En el aeropuerto había poca gente: veinte personas, a lo sumo, entre los que viajamos y los que esperaban a alguien en el vuelo que llegaba. Tres taxis y dos motos eran el parque automotor existente para evacuar el personal. Siempre me llamaba mucho la atención la cafetería. Como es un aeropuerto pequeño, no había. Su existencia era suplida por una señora que en diferentes termos vendía bebidas calientes, y algunas viandas de panadería.
La aeronave se acercó. Planeó y se deslizó por la pista suavemente. Aterrizó sin ningún problema, y los ocupantes bajaron de la nave con sus equipajes de mano. El piloto también bajó, y en breves minutos dejó en tierra dos cajas, y tres maletas, que era toda la carga que traía.
El piloto, Samuel Guillermo Blanco, de unos cuarenta años de edad, llevaba cerca de quince años volando este tipo de aeronaves. Esta era una avioneta tipo Cessna con matrícula HK-3824 con capacidad para seis personas. El hombre dio una breve inspección por fuera de la aeronave, y nos indicó que podíamos abordar. Al lado del piloto se ubicó el señor Darío Ceballos, de unos 48 años de edad; ganadero de la región. Normalmente, yo me ubicaba en esa silla al lado del piloto, buscando la buena visibilidad que se obtiene cuando la aeronave está en pleno vuelo. Así, se puede observar el tupido bosque que parece que uno puede rozar con los pies, debido a que la altura de vuelo de este tipo de naves es baja. En la silla, detrás del piloto, se ubicó el señor Eliezer Jiménez, de 42 años. Este era comerciante independiente, que llevaba en brazos a su hijo de tres años, Santiago Jiménez, que se encontraba enfermo e iba a una revisión con un pediatra a Medellín. Al lado de ellos, se sentó el señor José Orlando Lora, creo que de profesión abogado. En la tercera silla, detrás del piloto, estaba la señora Edilma Errón, de unos 48 años, quien era guardiana de la cárcel del pueblo. Al lado de ella me ubiqué yo. Detrás de nuestra silla había un pequeño espacio donde se pusieron tres cajas y dos maletas que eran la carga de regreso.
El piloto verificó el cierre de la puerta, que todos lleváramos los cinturones puestos, e inició la correspondiente verificación del manual de los instrumentos. Encendió el motor y las hélices empezaron a girar. Las condiciones climáticas eran favorables: cielo despejado, sin viento ni bruma.
Siendo las 8:20 am empezamos el desplazamiento por la pista. A lo lejos se despedían con la mano algunos familiares de mis compañeros de vuelo. La avioneta despegó sin problema, y en breves momentos alcanzamos la altura de crucero. Luego de cinco minutos de vuelo, ya estábamos volando sobre plena selva. Abajo se veía un hermoso tapiz verde en el cual sobresalían algunos picos frondosos. La vista era espectacular e invitaba a quedarse absorto ante semejante belleza. Un olor raro, como a quemado, me arrancó de mi abstracción. No lograba descifrar dicho aroma porque en vuelos anteriores no había sentido ese olor, y por lo tanto, no lo reconocía. El olor se hizo más intenso, e instintivamente dirigí mi vista hacia el lado de dónde provenía: detrás de mi asiento. Observé que se levantaba un leve humo, y con mi humor característico, me dirigí al piloto preguntándole si ese olor era normal. Él, inmediatamente miró, no me respondió nada, y empezó a hablar en códigos por el aparato que tenía cerca de su boca. En ese instante todos los ocupantes de la avioneta nos miramos horrorizados. Instintivamente, llevamos nuestros dedos a la cara, persignándonos e invocando la ayuda divina.
Como el humo era leve, y el piloto dio vuelta inmediatamente para regresar al aeropuerto, no hubo histeria por parte de ninguno de nosotros. Sin embargo, las caras de todos demostraban gran preocupación. Por mi mente pasaron, en breves momentos, toda la historia de mi vida. Mentalmente, me despedí de todas y cada una de las personas que por alguna circunstancia han tenido que ver conmigo, sin rencores, sin remordimientos, y con gran paz. En mi interior pensé que el fin estaba cerca. Más de lo que yo hubiera querido.
Los momentos fueron breves, pero parecían eternos. Miré a la guardiana que estaba a mi lado, y estaba pálida, parecía yerta. Me imaginé que así me veía yo. De pronto, a lo lejos, en el horizonte, se veía el aeropuerto. Respiré profundamente y un aire de frescura irrigó mis pulmones. Más, en ese preciso momento, se dio una leve explosión en la parte de adelante de la nave, que se llenó de fuego. La honda calórica llegó hasta mí, quemándome la cara. Instintivamente, bajé la cabeza para protegerme, cuando sentí que íbamos en caída libre. Levanté ligeramente la vista para ubicarme, y vi al piloto y al acompañante inmersos en fuego. Las llamas parecían de película. Las dos personas agitaban sus brazos como para espantar las llamas, pero todo era inútil. El fuego los consumía. Ante la inminente colisión, llevé mis manos a los brazos de la silla; doblé las piernas hasta donde me lo permitía la silla y el cinturón, para enfrentar el golpe. Las llamas rodeaban todo, empezándome a quemar los pies y las piernas, cuando se dio un gran estruendo, y luego otra explosión más fuerte que la primera: habíamos chocado.
Toda la nave estaba envuelta en una bola de fuego. Mis manos se deslizaron de los brazos de la silla hacia el cinturón. En un primer intento, no lo pude desabrochar. Me angustié. Las llamas seguían subiendo por mis pantalones, y la chaqueta que tenía puesta ya empezaba a arder también. Intenté de nuevo quitarme el cinturón, y tampoco pude. Mi angustia aumentó. El fuego llegaba a mis manos y el ardor era intenso. Al fin, al tercer intento, solté el cinturón y me sentí libre. El calor era asfixiante. Dirigí la mirada a mis compañeros de vuelo, y el espectáculo era aterrador: el piloto y su acompañante ya no se veían manotear. El señor delante de mí no se movía y estaba envuelto en fuego. Dicen que el combustible de avión es muy volátil, y por lo tanto, arde más rápido y con una combustión casi perfecta. El señor con el niño en brazos, también envuelto en llamas, e intentando abrir la única puerta que tenía la nave.
Al chocar, la nave no se partió, lo que era aún más angustiante, sin salidas posibles. Miré a mi compañera de vuelo, la guardiana. Estaba como muerta. La moví bruscamente, y no se inmutó. Le grité, ya de la angustia que tenía por la muerte inminente, y no contestó. Creo que se había infartado. Otra leve explosión, y el fuego aumentó. Miré hacia atrás de mí, y no había salida posible. Sólo el metal de la cola de la nave. Volví a agitar a mi compañera de silla, y no respondió. Me percaté que el vidrio de la ventanilla del lado de ella se había roto, y con toda la furia que pude acabé de romperlo. Me apoyé en las piernas de la mujer, y a través de la ventanilla pude salir de la bola de fuego.
Habíamos caído en una pendiente, por lo que al salir rodé lo más que pude. Luego me incorporé. Por instinto, corrí de nuevo en dirección de la nave pensando en ayudar a mis compañeros, pero una cuarta explosión me tiró al piso. La nave era una bola de fuego, y era imposible auxiliar a alguien. Miré en otra dirección y observé al señor con el niño en los brazos que lo hacía rodar por el suelo para apagarlo mientras él hacía lo mismo. Tomé conciencia de mí, me miré y vi que mi ropa se estaba quemando. Ya no sentía ardor, y me tiré a rodar de nuevo hasta que apagué las llamas. Me incorporé, y me sentí feliz: había sobrevivido.
Miré hacia la avioneta, y la tristeza me embargó. Sabía que los otros compañeros de vuelo no habían corrido con tan buena suerte. Alcé la vista, y a lo lejos vi gente corriendo, que venían a auxiliarnos. Subí la pendiente, y arriba había varios carros. Tomé un taxi, y le dije al conductor que me llevara al hospital. Vi en el espejo del carro mi cara deforme. Me había quemado más de la mitad de la cara. Tenía un ojo hinchado por el que no podía ver, y que, pensé, perdería. Las quemaduras, por ser profundas, habían quemado parte del nervio, y por tanto, ya no me ardían. Sentía una sensación de raspón. Yo iba feliz en ese taxi. Estaba vivo. Me percaté que el taxista iba muy rápido, por lo que le dije con mi humor usual:
—Por favor, conduzca más lento. No me quiero morir hoy dos veces.
Después de pasados veinte años de aquel suceso, tengo dos agradecimientos principales: uno de ellos es mi hijo, y el otro es una forma nueva, que adquirí, de observar la vida.

