TIMBA


Por razones de trabajo estuve en Timba, Cauca, esta semana.  Es una población que queda 50 km del centro de Cali.  Aunque la carretera en ese recorrido es pavimentada, si tiene una característica Colombiana: el recorrido se hace en hora y media.  


Rodar por las carreteras es uno de los placeres que más disfruto.  Uno de mis proyectos futuros es poderlo hacer más allá de Colombia.  Me estremezco de motivación imaginando todo lo que puede vivirse en un recorrido de ida y vuelta por tierra hasta Ushuaia.  Pero recorrer a Colombia es otra historia.  Es comprensible que el documental de viaje, Long Way Up, producido por Ewan McGregor en el que recorre a Sur América, hable de Colombia como si fuera un pueblo accidental del camino, dejándole un dolor en el corazón a los que vimos las detalladas descripciones de Perú y Bolivia. 


Hay dos Timbas.  Desde mi perspectiva es una, partida a la mitad por un río del mismo nombre.  Al norte, está la que es regida por el departamento del Valle del Cauca, y que es la primera a la que llego desde Manizales.  Las carencias se me hacen manifiestas: vías destapadas, construcciones rústicas, esta vez no hay luz y no hay señal en mi celular.  Sigo casi un kilómetro adelante, pasando un roído puente sobre el río, llego a la segunda Timba.  Estoy ahora en el departamento del Cauca y el nivel de pobreza aumenta un orden de magnitud.


Avanzo a la zona rural, unos diez kilómetros fuera de la zona urbana y la sensación de abandono estatal aumenta: cultivos ilegales visibles desde la vía con la apariencia de tecnificación parecen la evidencia de la complacencia de las autoridades.  Cuando pregunto por qué este sitio tan cercano a una ciudad tan importante vive esta situación, hay varias respuestas que apuntan a lo mismo: aquí, el gobierno desistió de sus responsabilidades.  


En el camino un “peaje cimarrón” de cinco mil pesos nos permite el paso.  El hombre viejo que lo cobra tartamudea sobre la tarifa, quizá porque no está muy seguro de su autoridad para cobrarlo.  Al final me da una constancia del pago que me habilita para pasar por el sitio cuantas veces quiera ese día.  Me llama la atención el machete en el logo del recibo, dada la situación del lugar, es un elemento que, ciertamente, imprime poder.  


Las miradas que me encuentro en la vía me parecen endurecidas.  Mientras paso lentamente en el carro, esquivando las rocas y el barro, un muchacho negro parado en la puerta de su casa me mira fijo.  Hay algo en su mirada que denota una peligrosidad intimidante.  Que bueno sería que su mente tuviera más opciones.


Termino mi labor en Timba, y adicional a mis observaciones, todo sale de acuerdo con lo planeado.  Vuelvo a Manizales, pasando de rutas tortuosas y pantanosas a autopistas perfectamente demarcadas que permiten una circulación a cien por hora.  A pesar del éxito de mi misión, hay en mi interior un sentimiento de fracaso que me acompaña luego de esta visita.

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