LA MARCA DEL HACEDOR
La celebración hoy del número Pi, con su particularidad de poder contener todo el conocimiento en sus dígitos, me recuerda una vieja pregunta que se planteaba Carl Sagan unas veces escéptico, otras veces fantaseando con obtener la respuesta.
Para muchos, basta con la observación desprevenida de la naturaleza, con la claridad que, más que con la razón, es con la contemplación de cada uno de los detalles, que se accede al conocimiento; o también, con la reflexión sobre las certezas de los antepasados que nos llegaron a través de los milenios.
Pero para otros, el asombro que va desde los límites inciertos de lo muy pequeño, hasta el borde difuso del universo (o quizá multiversos), estimula la pregunta sobre si hay alguna marca clara, una señal que pueda tomarse como la evidencia definitiva de que estamos ante la obra de alguien.
No es que sea necesario que haya una “marca del hacedor” o del creador. Desde el sitio donde escribo esta nota, puedo ver uno de los cuadros pintados por mi señora y que no tiene su firma. Ella me expresa que todos no tienen por qué llevarla, aunque sí puedo observar los rasgos que los caracterizan y que son su marca personal. Así mismo, si tuviéramos la oportunidad de conocer mejor al hacedor, pudiera ser más evidente a nuestros ojos la marca que deja sobre lo que hace. Sin embargo, y dada la escala y complejidad de lo observado, me llama la atención el bajo perfil que maneja el ingeniero-artista, y siendo el humor una característica que adorna a las grandes inteligencias, podría ser que nos divirtiera un poco más mientras observamos su obra.
Es muy probable que para cada sentencia que se plantea en esta reflexión, alguien pueda establecer que la marca sí existe. Que la marca es el hombre mismo y su paradójica situación de ser un saco de átomos analizándose a sí mismo. O plantear que la no percepción de la marca se debe a que no estamos aún preparados para apreciarla, como si se tratara de ciegos de nacimiento a los que se les plantean conceptos basados en los colores primarios. O en el caso del humor, el juego divertido del universo esquivo que cuando tratamos de entenderlo, nos obliga a abusar del término “obscuro” para indicar que no tenemos idea de lo que estamos observando.
Volviendo a la serie infinita de dígitos aleatorios contenidos en el número Pi, me animo a parafrasear la fantasía de Carl Sagan en su novela “Contacto” donde planteaba una marca del hacedor menos especulativa. Una que no dejara duda ante qué estamos tratando. Se planteaba que aparecería a partir de cierto dígito como un código, quizá binario, de una imagen digital inequívoca: por qué no, una cara feliz haciéndonos un guiño.
Lo más asombroso de esa fantasía de Sagan, cuya influencia en esta nota puede observarse desde el comienzo, es que lo único que nos impide para tener la evidencia de la existencia de esa marca, es nuestra actual capacidad tecnológica. Que divertido este juego de escondidas.