SEPARACIÓN




   "...Nunca somos más hombres 
que cuando el borde quema nuestras plantas desnudas.
Nunca estamos más solos.
Nunca somos más huérfanos."
Piedad Bonnett


   El choque, con toda fuerza, sacude el cuerpo de Gloria, empujándola a la parte frontal de la camioneta. Las paredes internas del vehículo se inflan; una nube blanca, envolvente, le arrebata el volante hiriéndole las muñecas. Todo ocurre en un sueño: uno en el que vive desde hace días; al que vuelve como un refugio oscuro que la tiene atada a una libertad de fantasía; un letargo de sonidos, colores y formas cambiantes; un torbellino de carcajadas e iras explosivas, propias y ajenas, de las que es mejor no salir. El cuerpo adolorido gotea, algunas piezas están rotas; con el impacto, han volado varias tuercas y la cubierta está abollada.


   En medio de un sopor menguante, Gloria alcanza a escuchar que el hombre que se cruzó en su camino murió. La información le llegó en un murmullo lejano y débil: «Lo mató.» Los que se acercan actúan con distancia kilométrica: un enfermero, callado, entra e inyecta algo en un tarro que cuelga sobre su cama, amargándole la saliva; una mujer alta, de un uniforme negro, muy seria, se acerca, gruñe y toma fotos.


   El frío del piso en un lugar oscuro la despierta; o quizá el sonido de unas rejas que alguien abre y cierra violentamente; o quizá el dolor intenso en las manos hinchadas y moradas; o los gritos de una mujer en otro lugar que llama, una y otra vez, a alguien que no contesta.

   Un olor a mierda y meados, y una sensación pegajosa en las piernas sugieren que no es conveniente moverse mucho en la penumbra. Recuerda con tristeza que no es de metal como le gusta suponer que es: el ser invencible que está por encima de todo. Al levantar la cabeza, un dolor en el cuello le recuerda el accidente. «¡Maldito, imprudente!» Piensa que necesita asistencia. Unas ganas de gritar también la invaden. Pero la lengua sangrante, atrapada entre dientes partidos que castañéan, le pide que contenga el grito. Una luz muy dura se enciende aporreando la vista. Un hombre entra empujando un carrito y tira unas pequeñas cajas en las celdas. «Officer…, officer…, I need a phone call!» Un pánico la invade. «Antonio, Antonio», viene a su mente, una palabra, un nombre que despeja las brumas, que espanta los dolores y la lleva a sacudir la reja como una fiera.

   El hombre la ignora. La boca seca de Gloria sorbe un agua de sabor sospechoso; con dos mordiscos desaparece un sándwich. «¿Cómo pude olvidarte?».


   La puerta principal se abre con el estruendo acostumbrado. Una mujer se acerca mirando en las celdas, leyendo en un papel, señalando y dando órdenes a los hombres que la acompañan. «¿Gloria Cuartas?». La miserable asiente. Otro hombre se acerca a la reja y la invita a salir. Se levanta con dificultad, sus manos se niegan a soportar el peso del cuerpo. En una oficina amplia le acercan un celular. Hasta eso le parece insoportable. «Hola, Juan. Estoy detenida. Es un problema serio, luego te cuento… No sé dónde. Necesito que veas a Antonio. No sé. ¡No sé cuánto llevo aquí!». Le quitan el aparato. La mujer que lidera empieza a hablar con un acento imposible, unas veces leyendo, otras mirándola, consciente de que en cada sentencia le aplasta la esperanza : «…drogadicta, …criminal, …deportación…». Esposada, la devuelven a la celda.


   Imagina Gloria que al llegar Juan a la puerta de la casa, el ladrido de Terry le anunciará que el ingreso no es fácil. El perro siempre se ha llevado mal con él. Juan sabe que las llaves están bajo el tapete. Encontrará a Antonio. Le llevará helado. Lo abrazará. Muchas veces lo ha hecho antes. Es un buen amigo. «Perdóname, Antonio».


   «El niño está conmigo. Gloria, no tienes perdón de Dios. ¿Tres días? Fue un milagro que no lo matara el perro.»

   «Me deportan. Quédatelo, sabes que es mejor así». Dime lo qué necesites para pasártelo.»


   Hoy es una hermosa tarde, Gloria suspira aliviada. Ha encontrado amabilidad en las montañas verdes en el pueblo de su familia, aunque, después de casi diez años, conoce a pocos. Sentada en el balcón, parece una catrina con sombrero de paja. Mortificada con la maquinaria que ya no trabaja como antes, ve borroso el movimiento de la plaza: alguien, de bata blanca, en un puesto pequeño, vende café y obleas; al otro lado del parque, el de las paletas parece que está teniendo un buen día. Mientras se entretiene con lo que pasa, un largo trago de anís, un brebaje fuerte y aromático que hacen en el estanco, le acaricia el alma. El humo que produce con un porro gigante forma una nube espesa que flota sobre su cabeza, en una representación viva de cómo está por dentro. Cierra los ojos un momento para hundirse en la profundidad de sí misma, ignorando el ruido que hacen los vecinos cuando cierran la puerta de su propio balcón con fuerza. Espanta, también, la certeza de que las puertas exhiben una actitud especial con ella.

   El sol quema su piel, pero no siente dolor; de ningún tipo; ni siquiera en sus manos retorcidas. Desde que volvió a Colombia, se entumeció; hace tiempo se sacó cosas del pecho que estaban con raíces en lo más profundo. El corazón lo cambió por uno de palo que hace sus funciones con resortes y unas válvulas oxidadas que encontró en un basurero. Abre un momento sus ojos que siempre se agitan con movimientos perdidos, pero esta vez se detienen, ven nítido, como si el mecanismo que los guiara tuviera un desperfecto misterioso: el sol, que da color a las fachadas, que hace más resplandecientes las paredes encaladas de la iglesia, se confabula con las nubes para jugar con luces y sombras en el parque; los juguetones del cielo producen un punto brillante en la banca donde un niño lame con placer un helado. En medio de la nebulosa de su cabeza, Gloria recuerda que hace años una palabra mágica bastaba para despertar y vivir; hoy no siente más que un leve escozor en una nalga al escuchar a alguien que grita: «¡Antonio!»

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