GRATITUD
"¡Oh!, aquí huele bien".
El Lobo Estepario (1927)
Herman Hesse
Nueva York, abril 9 de 1946
Apreciado Herman.
Nuestro amado lobo murió hace un mes. Hasta ahora vengo a tener la fuerza suficiente para escribirte al respecto.
Harry se fue apagando lentamente en su cama; su respiración pausada se hizo cada vez más lenta, hasta que cesó. Se fue en un acto de meditación, mientras encaraba a sus múltiples yo, a quienes encauzó, sin titubeos, con la paz que da la perspectiva de una jornada larga, al otro lado del borde que tanto había visitado. Es increíble la transformación que puede ocurrir en un hombre. El saber lo ahogaba en ansiedad. El aceptar no saber salvó su alma, le permitió morir en paz. A pesar de su terco pesimismo, no se lo llevó la navaja de afeitar, ni un tiro, ni alguna sustancia, más efectiva que aquellas a las que sobrevivió; fue el tiempo el que lo reclamó.
Estos últimos días puedo recordarlo sin ahogarme en llanto. Poco a poco voy recuperándome. Es extraño, como sobreactuado, que esto que vi venir desde hace tantos meses me hubiera afectado tanto. Un sentimiento inmaduro de desamparo afloró, agobiándome. Sin embargo, fui abriendo los ojos y dándome cuenta de lo que Harry hizo de mí. Él me llevó de la mano desde el comienzo, tomándola fuerte; me enseñó cada paraje, unas veces para contemplar, otras para que tomara nota. Cuando el miedo se fue desvaneciendo, me di cuenta de que mi tiempo continuaba. Ahora puedo recordarlo con afecto y gratitud, sin pesares infantiles.
Disfruto su memoria, la sucesión de días donde compartimos intensamente. ¿Sabes, que pocas semanas después de que nos conocimos, dejó sus pensamientos terribles? Antes de eso, existía la posibilidad, en cada encuentro, de que fuera el último. Pero, con mis caricias, y mis palabras, la tormenta que se agitaba dentro de él se fue calmando. Me lo dijo varias veces, llorando, agradecido de que hubiera aparecido en su vida. El destino jugaba con nosotros; incrédulos de ser dignos de fortuna, hizo que una noche nos cruzáramos. Cada vez que podía, yo lloraba junto a él, besándolo tan tierno como podía, diciéndole que también estaba agradecida.
Nunca dejó de ser lobo. Pero no era ese animal al que le adjudicas lo salvaje; no, era un espíritu veterano, indomable, sabio, que disfrutaba de la luna emitiendo un potente aullido que llenaba el espacio a decenas de kilómetros, diciendo «Aquí estoy». Dejó de lado la renegadera, la queja a priori, y entendió que, así como la flor era digna de contemplación, el ruido melodioso de la cascada, el movimiento gracioso de los pájaros, también lo era la vida que llevaban los justos. Se reconcilió con la vida burguesa, encontró quién publicara sus escritos, disfrutó, hasta donde se lo permitía la gota, de sus vinos favoritos, de la pasión que encontraba en la música y las sorpresas en el teatro, al que se volvió adicto. Tendrías que haberlo visto, Herman, aunque en las cartas que te enviaba es posible que lo percibieras. Era otro hombre, muy distinto al que conociste, cuando deambulaba sin rumbo, a altas horas de la noche, por las calles húmedas del centro.
Se volvió más relajado, diría él, más tolerante con los otros. Podrías decir que su espíritu fuerte se disolvió en las corrientes sociales, pero no fue así. Mantuvo la actitud crítica que siempre le caracterizaba. Fue afortunado, porque cuando llegamos la situación tampoco era fácil aquí, pero encontró un grupo, una manada, donde examinar, sin orgullos ni aspavientos, sus ideas y sus escritos. No lo vas a creer, pero ese hombre serio y lacónico era muy querido entre sus amigos.
En medio de mis inseguridades, al ver que se acercaban sus últimos días, ofrecí traerle un pastor. Ahora sé bien que maltraté su alma. A pesar de caminar a su lado por casi veinte años, de haber discutido el tema muchas veces, me entró el temor de que no le estuviera dando suficiente apoyo en un momento tan definitivo. Me hizo señas para bajar el volumen de la música, luego me acerqué para escucharlo; con ese tono suyo, decidido, aunque ya un poco vacilante, me expresó: «Este viaje voy a emprenderlo solo».
Tuve que insistir mucho para que me enseñara a leer y escribir. ¿Qué sería de mí sin estas letras que comparto con mis amigos, radicada, sin remedio, en un lugar extraño? Decía que le preocupaba que las palabras de Nietzsche o Conrad, o de otros peores, ensombrecieran mi espíritu; mucho de la ansiedad que lo atormentaba le había llegado por esos amargados que instalan luces duras en las partes más oscuras del bosque. Cuando accedió a enseñarme, se sorprendió de lo rápido que fue todo y pronto pasé de escucharlo en sus lecturas, a ser la que leía en nuestras noches y discutía sus interpretaciones. Creo que fue feliz observando mi asombro con lo que encontrábamos en los libros y siempre estaba presto a poner el grano de sal donde consideraba que el texto podría hacerme daño. Harry sufría con la posibilidad de que dejara mi fe y me perdiera en el pedregoso, ingrato y solitario camino de la duda. No quería eso para mí.
Recuerdo nuestro viaje a aquí. Cuando cruzábamos el atlántico, una noche, cerca de la mitad del recorrido, me pidió que lo acompañara a la cubierta. El mar estaba calmado. Todo el mundo dormía, excepto algunos marineros que pasaban de largo, apenas saludando entre dientes. Una brisa helada nos daba en la cara. La luna creciente aparecía inmensa como una lámpara distante que acentuaba la sensación de navegar por un vacío infinito, en el que aparecían y desaparecían destellos. Harry me abrazó por la espalda, fuerte, dándome calor con su cuerpo, como protegiéndome de un peligro que yo no adivinaba. «Aquí hay quienes esperan desde hace años ser rescatados de un infierno helado», me dijo tan suave y cerca al oído que lo sentí como un pensamiento surgido de mi mente; entonces, empecé a oír los gritos de cientos. Me inquieté. «Ni tu, que salvas gente, puedes hacer algo por ellos». Su voz siempre vivirá dentro de mí.
Aunque era muy feliz aquí, el clima nunca le sentó bien. Sobre todo en invierno que le llegaba siempre con un fuerte resfriado. Eso no le impedía gozar de una ciudad donde abunda el arte. Hace poco lo hice muy feliz: le compré unas pastas de Toscanini, que es famoso aquí tocando con la filarmónica en la radio. Harry no se perdía sus conciertos. Acá pudimos encontrar las infusiones de una planta que le aliviaba los dolores, lo que creo que tuvo que ver mucho con su buen ánimo. Sus manos, y sus pies rosados, se desinflamaron bastante. Mira cómo son las cosas. Ese azafrán milagroso lo traen desde tu tierra. El pobre usaba opio para aliviar las crisis, sin conocer los efectos de esta otra planta que es mucho mejor. Tuvo que venir a esta ciudad para conocerla.
Dale un abrazo de mi parte a Armanda. Las palabras que le envío en mis cartas no alcanzan para agradecerle todo lo que hizo por mí cuando estuve desamparada en Niederdof. No te imaginas el tesoro con el que te casaste Herman, por eso quiero que sienta la calidad de un abrazo enviado desde esta tierra a través tuyo. Fantaseo con una visita de ustedes, pasaríamos delicioso.
Quiero agradecerte por permanecer en contacto. Harry llegó a tenerte bastante cariño. Lo conociste en un tiempo en que andaba por el borde del abismo, perdido, herido por el rechazo de su familia. Siempre me habló de lo amable que fuiste en el trato con él, lo atento que te mostrabas en sus cortas conversaciones y ese ambiente tan agradable que hacían tú y tu tía en la casa en que vivió unos meses. Para él fue un tiempo inolvidable, un salvavidas en medio de la crisis que lo consumía.
Te dejo por ahora. Espero que las cosas continúen mejorando por esos lados. Seguiremos en contacto. Me preparo para vivir mis últimos días como lo hizo tu tía: voy a alquilar tres cuartos para levantar un poco de dinero y no morirme de aburrimiento.
Con afecto, y esperando con ansias tu respuesta.
María Haller.