EL GATO DE MONTE
“… el hombre es una cebolla de cien telas, un tejido compuesto de muchos hilos.”
El Lobo Estepario (1927)
Herman Hesse
¿Alguno de ustedes se ha encontrado en su vida con un personaje solitario, huraño, callado y misterioso? Pues, hace varios años tuve un vecino así. Con mi esposo lo llamábamos, secretamente, el gato de monte. Nunca supimos el nombre de ese cincuentón, que vestía con aire deportivo, buscando parecer más joven. O no quisimos saber quién era, teniendo en cuenta la información abundante que me compartía la administradora del conjunto en un saludo.
La puerta del vecino se abría y cerraba con una velocidad que impedía que se escaparan suficientes moléculas de su interior. Sin embargo, los elementos más volátiles denunciaban el consumo frecuente de tabaco y cannabis con intensos olores frutales. Cuando nos cruzábamos, cerca a la puerta, en el ascensor o en las zonas cercanas al conjunto, percibíamos unas notas agradables que, mi esposo aseguraba, era la Boss Baldessarini.
Como las entradas de nuestros apartamentos se separaban por solo metro y medio, cuando llegábamos de la calle, después de mercar, de visitar nuestros familiares, de comenzar por enésima vez una rutina de deporte, de buscar un café en un lugar nuevo, de esos que aparecen y desaparecen frecuentemente en Sabaneta, escuchábamos la música norteña del gato de monte, o una discusión acalorada que sostenía al teléfono, o el potente bajo que acompañaba los momentos épicos de una película, el golpeteo de un mueble mezclado con los gemidos agónicos de alguna de las amigas que entraban y salían, o el silencio, a veces prolongado, que nos anunciaba que se había ido de viaje.
En esa época teníamos un gato en nuestro apartamento. Un siamés gigantesco y adorable, de tono café oscuro brillante, ojos grises con mirada desafiante y un carácter imponente. Cuando llegábamos de nuestras vueltas, siempre estaba esperándonos al pie de la puerta. Salía, rozando nuestras piernas, con su cola bien parada al corredor a inspeccionar novedades y luego entraba con nosotros a oler cada una de las bolsas que habíamos traído. Una vez, se dio la casualidad de que llegaba sola, y cuando abrí mi puerta, el vecino salía con una de sus amigas. Mi gato entró rápidamente a su apartamento, como alguien que llevaba tiempo esperando esa oportunidad. Se montó en los muebles, olió los objetos de las mesas, las cortinas, como tratando de entender qué eran esos mensajes que salían por debajo de la puerta, los ruidos que lo inquietaban, toda esa vida que sucedía al otro lado del corredor donde no le era permitido estar. Sonrojada, pedí permiso para sacar el animal que se había ubicado debajo de un sofá. Como era temperamental, advertí que era necesario que lo hiciera yo misma, no fuera que alguien resultara herido. Entré, apenada. Furiosa con el gato que me ponía en aquella situación incómoda. La amiga del vecino expresaba admiración de ver ese ejemplar tan hermoso. «¿Cómo se llama…?, ¿cuántos años tiene…?». No respondí a nada de eso. El hombre trataba de aliviar mi pena por irrumpir en su espacio. «No es problema. Ese vecinito me cae bien». Mientras entré a sacarlo, mis sentidos se agudizaron tratando de ver, sin mirar, cómo se vivía allí: algunas botellas vacías dispersas por la habitación, el polvo de días debajo de los muebles, el mobiliario mínimo, como de alguien que está de tránsito, y una media que al parecer nadie había vuelto a extrañar. El gato finalmente salió y corrió a su apartamento. Las puertas se cerraron en medio de disculpas redundantes.
«¿Qué viste?», me preguntó mi esposo cuando le conté lo sucedido, ubicados en la pieza más al fondo de nuestro apartamento, donde podíamos hablar sin cuchicheos, sin la sensación de que podríamos estar siendo escuchados por alguien que ponía la oreja en la puerta. «Un lugar frío. Cómo si no viviera nadie», le respondí, sabiendo que era imposible que me entendiera. El frío que sentí no lo podía describir bien. Y es que, a pesar de ese pegajoso olor a cigarros frutales, no había nada más que hablara de vida en aquel apartamento, por lo menos en la sala donde había estado tratando de sacar el gato, y lo poco que había visto en el lugar donde debía ir un comedor, pero que tenía solo una silla, y la cocina, que vi de lejos y, también, el pequeño balcón. Volteada hacia mi lado de la cama, ignorada por un esposo atrapado por los videos cortos de Youtube, rumiaba una ansiedad sin sentido. Había entrado en el apartamento esperando encontrar las señales que deja un hombre, pero no vi ninguna. Las paredes blancas, sin cuadros, los muebles, descuidados, el polvo. Realmente era un gato, un gato de monte.
El interés creciente dentro de mí por el gato vecino me irritaba. Mantenía una fantasía contenida, oculta, una masturbación silenciosa. La inseguridad me agobiaba, pensaba que podía inducir a mi esposo a imaginar cosas con mis frases incompletas, con palabras que recurren más de la cuenta, con preguntas descolgadas burdamente, fuera de contexto, tonos arrítmicos o disonantes, tics descontrolados que aparecen y desaparecen en un momento, la letra de una canción que se canta en voz alta en el baño y denuncia ideas íntimas. Era cuestión de tiempo que me delatara. Me angustiaba que la idea que me hacía poner sudorosa se revelara por mi boca, o por un hecho imposible de desmentir. En los treinta años de convivencia con mi esposo se ha construido un lenguaje no verbal tan amplio y profundo que se hace imposible el engaño, la mentira. Mi decisión fue entonces ignorar al vecino. Por mi parte, no fue más tema de conversación. Realmente fue como si no existiera. Pero en los encuentros casuales, en el corredor, la insoportable cercanía en el ascensor, aparecía el aroma delicioso que se mete por todas partes, que sientes que llega a lo profundo de las fosas nasales, abriendo las puertas del lugar donde tienes el alma; eran momentos deseados, de dolorosa indiferencia, de saludo desganado, rígido, con aquel hombre serio, perfumado. Me torturaba.
Un diciembre, el vecino puso en su puerta una gigantesca corona de Navidad. En una de mis llegadas de la calle la encontré en el suelo. Toqué la puerta para entregarle el arreglo que había recogido con cuidado y temor de que algunas de las hermosas bolas brillantes se desprendieran. Un rato después, casi en el segundo que estaba decidiendo volver a poner la corona en el piso, el hombre salió. Le expliqué lo ocurrido. El vecino tomó el arreglo, miró la fijación de donde se desprendió la corona, me lanzó una mirada incrédula y me dió las gracias de forma seca, cerrando la puerta. Todo fue tan rápido y descuidado, que tuve la impresión de que el estúpido había pensado que la situación había sido inventada para importunarlo.
Alguna vez lo vi en la pequeña cafetería que hay en la entrada de la unidad, ocupando una de las mesas, con un tinto a medio tomar que ya debería estar frío, con la mirada perdida en dirección del hospital. Nuestro vecindario es una zona muy ruidosa, y más al nivel de la calle, donde el tráfico es abundante. El ruido de los carros y las motos hacía sorprendente esa actitud de contemplación con la que se sentaba en la mesa. Cuando me vió pasar, obligados por la coincidencia, nos saludamos con un movimiento microscópico de la cabeza y una fugaz sonrisa de mirada. En ese momento percibí que quizá sí era un hombre, al menos un poco. No solo un gato de monte. Debía, por tanto, sufrir con esa dualidad neurótica. Gato inseguro, un animal salvaje obligado a un acuerdo artificial, frágil, que lucha continuamente contra el impulso interior de terminar con todo. Ansiedad que destroza los dientes a altas horas de la noche, que humedece los ojos cuando enrostra la impotencia, lo minúsculo del alcance del albedrío. O solo había sido un momento fugaz, y era principalmente gato, despreocupado, sin complejos ni preocupaciones, con la capacidad envidiable de levantar una pata bien en lo alto, mientras se lame entre las piernas.
Los meses pasaron y los olores a tabaco se desvanecieron. Otras personas llegaron al apartamento del frente: una señora joven, con un hijo adolescente y un hombre muy anciano. Trajeron fragancias relacionadas con el cloro y el pino, sonidos de cumbia, tangos despechados y los ladridos de un perro pequeño, muy simpático que ya se nos ha metido varias veces al apartamento. Todo es distinto ahora: mi esposo anda revitalizado, de mi siamés solo queda un hermoso pino vela que decora el balcón. Sumida en días insulsos que se repiten, siento el vacío que deja un ramo caído desaprovechado. Quise, muy en lo profundo, ser la que gemía detrás de esa puerta mientras una silla amenazaba con volverse pedazos bajo mi espalda. A veces cuando salgo del apartamento, y me encuentro al nuevo vecino, que lucha por llegar con su caminador hasta el ascensor, le lanzo la mirada insinuante, esa que fui incapaz de lanzarle a mi fantasía.