SOLEDAD
Un chorro de luz, que encuentra un delgado espacio entre las cortinas que separan el cuarto de la agitación de la avenida, toca el rostro sudoroso, de un hombre que ha dormido por varios días. Un celular descansa en una mesa junto a pastillas, botellas y empaques de chucherías; el hombre levanta la cabeza y da una mirada de esperanza al aparato inerte. Camina a la cocina como puede; las paredes son bastón, la orientación no está bien. Logra llegar a la nevera que ronronea sin parar y al abrir de la puerta expele un olor putrefacto. Sirve un poco de agua y siente que la humedad fría llega hasta las puntas de sus pelos. Con mil pasos, vuelve a la cama, al nido, a la mortaja. Un largo cabello negro en la almohada atestigua que alguien se fue de verdad. Una punzada agobia; el llanto quiere salir de nuevo, no quiere revivir el volcán. Toma dos alivios diminutos, bien prensados, de un blanco puro, merecidamente amargos. La almohada recibe la cabeza que cae con fuerza; todo el cuerpo ahora es de plomo. Apenas puede mover un dedo mientras observa pasar partículas pequeñas que flotan alrededor, invitándolo a volar. Va con ellas. Un chorro de luz, que encuentra un delgado espacio entre las cortinas que separan el cuarto de la agitación de la avenida, toca suavemente una superficie que amenaza con dejar de ser rostro. El aparato de la mesa cobra vida. «Hola», puede leerse varias veces en el cristal como una mano que se extiende desde la distancia.