FIAMBRE
A los amigos, que viven fuera.
No hay nada que complemente mejor una jornada a pie que un fiambre. A primera vista, el tamaño de la ración es intimidante, aunque se conoce que es tan liviano como lo más placentero. Nadie pide ayuda en el camino con la carga de los fiambres. Todo lo demás pesa y estorba, menos el blando y tibio atado que promete reponer con su magia todas las fuerzas. Cuando alguien pregunta cuánto falta, el guía responde certero, pero hay miradas, sonrisas y murmullos que apuntan a que es el atado del almuerzo el objetivo más importante de las preguntas.
Cuando el momento llega, un ritual respetuoso inicia alargando los instantes antes de que comience todo, impacientando al estómago que se ha estado preparando desde el primer momento que supo que esto era lo que había para comer. Nos ponemos en círculo sin pensarlo. A veces alguien saca un trapo y lo tiende en el centro, quizá el mismo con que se espantan moscas, en el que pone el culo, o se seca el sudor en el camino; o alguien señala una piedra, de las mismas que tienden a volverse blandas para este menester, o simplemente te sientas en el suelo y, cómo en un truco, conviertes en una mesa de comedor a tus rodillas, que serán vestidas para esta ocasión con un mantel de hojas verdes.
Un primer anuncio de lo que viene se da cuando el gran saco donde están los fiambres se abre. Todos se quedan en silencio, tragando saliva y viendo cómo lentamente a cada uno va llegando su atado. Ya no está tibio. Tampoco está frío. Está en el punto justo. Cuando desatas la pequeña cuerda de cabuya y una vez empiezas a desdoblar una a una las hojas de bijao, un olor delicioso, y característico, llega a tu nariz anunciando el goce; los colores lentamente se revelan en el interior haciendo que olvides los propósitos de moderación del comienzo del año. Los primeros bocados se aceleran, quieren probarlo todo. Todos los sabores forman una melodía cuyo clímax llega con la certeza que la tímida aproximación al fiambre se ha olvidado y ahora tememos que lo delicioso está por terminar. Los bocados finales al chorizo, que inicialmente iba de lado a lado y ahora, diminuto, se come a pequeños mordiscos arriesgando los dedos; al huevo cocinado, al comienzo esquivo, pero ahora dominado; a la papa aliñada con cebolla y tomate, una delicia de siempre; el chicharrón, que sería un sacrilegio si no estuviera; la carne desmechada, la proteína de refuerzo tan presente en nuestros platos y que nadie entiende para qué se necesita; la dorada y dulce tajada de maduro que no sé qué se hizo; y los últimos granos de arroz blanco, otras veces amarillo, dan la conclusión al plato más adecuado posible para la visita a los sinuosos caminos rurales de un pueblo típico antioqueño.
Una fatiga aparece en la nuca. La cabeza se levanta y los ojos quieren despegarse de la cara al momento que un sonoro eructo surge del fondo de las entrañas. Es la celebración, son las gracias, del elefante al que servimos.
¿Alguien tiene un Alka-Seltzer?