ÉTICA. UNA REFLEXIÓN
Ética. Hace rato que no reviso este concepto. Se supone que lo tengo implícito en mi vida. Hay muchas decisiones personales y situaciones vividas que puedo relacionar directamente con él, pero el tiempo pasa y estamos en tiempos tan cambiantes, caóticos y en que los conocimientos y posibilidades de acción se han expandido que es pertinente una relectura. Ya no estamos en la época de la parroquia, estamos en una aldea global donde impactamos y somos impactados más fácilmente por los demás. Nuestra capacidad de servir ha aumentado y lo mismo nuestra capacidad de hacer daño a los demás.
Como es ampliamente conocido, la ética estudia la moral y los actos que realizamos. Tengo muy presente las palabras del profesor antioqueño Guillermo Angel que define la moral como “lo que es bueno para todos”. Es un concepto que me ha fascinado por lo simple y potente y muestra su relación directa con la “Regla de Oro”: "Trata a los demás como querrías que ellos te trataran". A los que fuimos educados bajo la influencia judéo-cristiana nos llegó como “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Cuando hacemos un inventario de nuestros actos desde la esfera individual hasta la global encontramos que este asunto de comportarnos con respeto por los demás no es tan sencillo. Recordando a Savater, caigo en cuenta que los principios morales que me han movilizado son los humanos y los políticos, no he sido muy filosófico ni he encontrado importante la base religiosa para comportarme con respeto por los demás. Sin embargo, reconozco que para muchos el principio religioso de la moral es el que predomina, aunque lo manejen con un carácter demasiado plástico.
A pesar de que las palabras de respeto por el prójimo resuenen en lo profundo de nuestras cabezas desde niños, ¿Qué es lo que nos impulsa a portarnos inmoralmente en el día a día? ¿Por qué no percibimos la incoherencia entre el piadoso arrepentimiento dominical y la acostumbrada desconsideración por los otros?
Parte de la respuesta a estas preguntas proviene de la inconsciencia con la que actuamos; del solipsismo instalado en nuestra filosofía de vida; nuestra falta de crítica a la forma cómo vivimos; desconocimiento del potencial de nuestra libertad. Damos como correctas una lista de “ismos” con los que automáticamente nos diferenciamos de los demás y justificamos nuestros comportamientos discriminatorios. Sin darnos cuenta vamos por la vida atropellando a los otros de diversas formas. Y cuando digo a los otros no sé dónde exactamente poner la frontera. Por que en esta búsqueda por entender a los otros, para los que debemos hacer el bien, no estoy tan seguro que sólo debamos considerar nuestra especie.
Al modo de una contradicción, estamos embebidos en una cultura inmoral. Aprovechar el “papayaso” que nos den los demás es la norma. Tenemos legitimado el comportamiento de pasar por encima de los demás en las filas, en las colas de las vías, en los negocios. Suena ridícula la sugerencia de hacer lo correcto si está disponible un atajo que a pesar de violar la norma nos evite cumplir con requisitos importantes. Hasta llega ser admirable quién se vuelve experto consejero sobre cómo evitar los trámites, no pagar impuestos o parte de ellos, comprar extrañamente baratas algunas cosas o acceder fraudulentamente a un servicio.
En nuestra cultura se admira la suntuosidad; la estética es extravagante y no nos preguntamos por los procesos implícitos en ese estilo de vida. Nos mantenemos en un ambiente superficial con la creencia que la energía necesaria para crear el derroche que admiramos es gratis. Nos parece ir demasiado lejos preguntarnos por el origen del algodón con el que nos vestimos; el coltán que hace la magia en nuestro celular; la forma como es obtenido el huevo de nuestro desayuno o el tocino que tanto nos gusta. No percibimos, y no nos interesa, el nivel de dolor por el que pasan muchos involucrados en los diferentes procesos con los que se elaboran las cosas que usamos en nuestra vida diariamente. Y si tuviéramos la información que permitiera cambiar las cosas, tendríamos un argumento pueril para continuar haciendo lo mismo.
Podría uno afirmar que hace falta información, educación, para justificar la falta de valores del señor que tira la basura en la calle para que los empleados municipales justifiquen su trabajo. Pero este comportamiento indolente y muchos más, son la muestra que estamos convertidos en unos depredadores de los demás y de nuestro entorno.
En nuestra cultura, dolorosamente llamada “traqueta”, tenemos inmerso el ideario cristiano con su creencia básica del amor por los demás. Sin embargo, en algún momento de la historia nos habituamos a “el que peca y reza empata” y llevamos una vida alejada de los fundamentales de esa fé. Al parecer nos acostumbramos a profesar sólo de palabra, no de obra.
Nuestros hijos tienen la oportunidad de cambiar las cosas con respecto a estas grandes contradicciones morales de nuestra cultura. En la búsqueda legítima de una mejor vida para ellos deben incluir el respeto por los demás y su entorno. Independiente de las creencias, ellos pueden tener la conciencia del valor de respetar a los demás y vivir una vida sin las presiones de un consumismo fútil y darle la mano con sus decisiones de consumo, y política, a los que están esclavizados, atrapados en cadenas de producción perversas. Ellos pueden tener la oportunidad de tener una vida sin la dualidad de pedir perdón los domingos por sus culpas y salir luego del templo a continuar faltándole a la caridad a sus congéneres actuales, a los venideros y a su entorno. Nuestros hijos, a la vez que disfrutan su vida plenamente, pueden poner en su justo lugar el desvalorizado concepto de la ética y adoptar con responsabilidad la puesta en práctica de una libertad más generosa con los demás.